Como esto de las bitácoras es, en gran parte, contar batallitas, y como a la hora de contar batallitas no las hay mejores (ni más pesadas) que las de la mili, déjenme que les cuente mi mili. Tranquilos, es corta.
Me lo ha recordado hoy una de mis alumnas, que daba saltos de alegría por los pasillos del cole porque había recibido las notas y eran buenas. Le he recomendado que controlara un poco la alegría, porque lo mismo aquel chavalote y aquella otra chica no estaban para tirar cohetes. Y le he contado, siempre en plan buen humor, no se crean, la historia de mi mili.
Para muchos de mi generación, la mili era un fantasma, eso que te esperaba al final de la infancia y que acabaría por volverte un hombre. Los niños de los sesenta, que creo que fuimos los primeros delicaditos de la historia de España, temíamos a la mili más que al arropiero. Los niños de los sesenta que nos convertimos en adolescentes en los setenta y que queríamos estudiar y ser algo en la vida (cosa que, ya ven, no se puede decir que hayamos conseguido), teníamos en el fantasma aquel de los cetmes y las instrucciones y las imaginarias el temor magnificado hacia el matón del cole, el chulo del barrio, ese sitio donde nuestras delicadeces se iban a ir a hacer puñetas en cuanto nos pelaran al cero y nos pusieran en la misma fila con gente que nos sacaba tres cuartas y no entendía nuestra forma de hablar.
Un miedo, oigan, la mili.
Y entonces inventaron las prórrogas. O sea, tú estudiabas una carrera y podías irte a la mili en verano (cosa que hacían muchos, las milicias universitarias las llamaban o las llaman), o si eras directamente cobardica esperabas a terminar la carrera y se te pasara el arroz.
Es lo que hice. Retrasar la mili mientras estudiaba magisterio y seguir retrasándola cuando seguí estudiando filología. Una ventaja, claro. Sálvese quien pueda y mejor que pueda yo. Lo malo es que al ir retrasando cada año la puñetera mili me iba haciendo un año más viejo, y la idea de verme con 24 años corriendo detrás de un mocetón de 18 me daba directamente pesadillas. Es lo que tiene ser, desde jovencito, intelectual de izquierdas que no da palo al agua.
Total, que terminé filología y entonces, sí, me tuve que ir a la mili. Con la mala pata de que me llamaron de mi antiguo colegio para dar clases de inglés... y no me dieron el puesto porque me tenía que ir a la mili en enero. Con la mala pata de que me llamaron de otro colegio y me aceptaron... hasta que me fuera a la mili en enero. Ya es jodido, encontrar trabajo y quedarte a dos velas por culpa de tener que servir a la patria con las armas.
Dos días más tarde de que me aceptaran como profe circunstancial, fue el sorteo con los destinos de la mili. Si no fue un veinte de noviembre, domingo, fue por ahí cerca. Hasta el jueves siguiente, me parece, no se hicieron públicas las listas. Lo mismo te podía tocar cerquita que en la quinta puñeta, cosa que casi me daba igual, claro, porque yo es que no me veía de caqui y con el pelo al uno.
Me llamó Antonio Bocanegra, que estaba en mi misma situación, para decirme, glups, que a él le había tocado en el País Vasco. Y que si sabía mi número del sorteo. Yo no lo sabía. Fui a la caja de reclutas y allí me vi, entre docenas y más docenas de rapaces por curtir que exclamaban de millares de formas pintorescas su desacuerdo con los destinos que les iban tocando: Ceuta, Zaragoza, Galicia. O sea, lo más lejos posible de Cádiz.
Me busqué el nombre en la lista. Seguí el rastro con el dedo y vi el número de mi destino. No sé si era el 46. Pongamos que era el 46. Busqué la clave del 46, acojonadito, oigan.
Y entonces mi estupor. Eché el dedo hacia atrás. Volví a comprobar el número. El 46. Pongamos que era el 46. Otra vez el dedito hacia adelante, y la clave. 46: Excedente.
Tragué saliva, parpadeé. A mi lado, un mocetón juró en botswano porque le había tocado en el Pirineo. Leí otra vez: 46: Excedente.
Controlé la tensión, me di la vuelta, subí las escaleras y me presenté ante la ventanilla. "Mi sargento", dije, la única vez que había dicho "mi sargento" en la vida. "Ese número 43, "excedente", ¿qué significa?"
Yo ya sabía, por cierto, que en la mili convenía no ser ni el más tonto ni el más listo, así que hice la pregunta para que me colocaran en término medio.
El sargento, que tenía cara de buena gente, me dijo: "Que te puedes ir a tu casa". O sea, lo que yo había entendido. Me quise asegurar una vez más, de todas formas: "¿Entonces ya no tengo que hacer la mili?". Y el sargento insistió, subiéndose las gafas, "No, ya no tienes que hacer la mili".
Bajé las escaleras hasta la calle (y eso es lo que le quise explicar hoy a Miriam), cabizbajo, arrastrando los pies, hundidos los hombros. O sea, exactamente igual que los otros chavales que no habían tenido la suerte que yo tuve. Busqué una cabina de teléfonos, llamé a mi madre y a mi novia (que es lo típico que se hace en estos casos), y entonces sí pegué un grito que debió resonar en toda la bahía.
Me quedé en el colegio. Pero durante mucho tiempo, por las noches, me despertaba sin saber si había soñado o no que había tenido, por una vez, la fortuna de librarme del fantasma de la mili.
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Categorías: Las aventuras del joven RM