Anoche, en Cádiz, en el Gran Teatro Falla. Dos horas de sonrisas e ironías, de guiños al respetable y complicidad en las butacas. Pedro Guerra se he hecho un señor maduro, pero sigue inquieto en el taburete, cambia una y mil veces de postura, no sabe dónde apoyar las manos ni los pies. Canta y es sorprendente cómo suena de parecido lo que canta a lo que graba. Habla y es el susurro de un adolescente quizá ya sólo recordado que se confiesa ante un público al que no ve, pero que siente ahí en las plateas, atento a sus palabras y a sus gestos.
Tres músicos, dos guitarras, un fondo de sábanas blancas donde se proyectan luces cálidas que sumergen en los acordes de cada tema. Y él, Pedro, ese muchacho que era un muchacho cuando yo ya no lo era, que presenta ese último disco que es vida y se llama así, precisamente. E intercala algunas de las canciones de su discografía anterior (aunque ninguna, ay, de Hijas de Eva, que tanto me apasiona) y el contraste entre lo intelectual y lo emotivo se disuelve porque todos hemos pasado por ese mismo camino que Pedro lleva transitando desde el pasado hasta el mañana.
Y entonces, como si el propio Pedro no los esperara, aunque los dirige, esos dos o tres momentos de magia en que se aparta del micrófono y es el respetable el que canta las canciones o, si no las sabe, las tararea.
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