Cumplen cincuenta añitos este año, y nos lo recordarán hasta en la sopa dentro de unos meses. Los Pitufos. Los Smurfs. Los Schtroumpfs en su versión original. Y ya Hollywood les mete la zarpa encima y anuncian una película. En animación tresdé. De los creadores de Shrek.
Conste que a mí me divirtieron mucho, muchísimo los Pitufos en su día. Cuando los leía en Strong. Cuando los acompañaban en sus páginas Quice y Lucio, y Benito Sansón, y Gastón el Gafe, y Ultrasón el Vikingo. Si no saben ustedes quiénes son, no se preocupen: algunos de ellos han sufrido mutaciones de nombres en esos cuarenta años que nos separan de mi infancia.
Los Pitufos, les decía, fueron en su momento casi un tebeo transgresor. Gracioso. Innovador. Con su mala uva. Aparecieron, si no recuerdo mal, como secundarios de esa otra gran serie de su autor, Jano y Pirluit (y, lo mismo que antes, lo mismo los conocen ustedes por cualquiera de los otros nombres que se les ha dado desde entonces), y luego mostraron historias simpáticas, no exentas de cierta poesía y cierta mala leche incoroporada: la historia de la Pitufita (luego, sí, Pitufina para los restos), o la de los Pitufos Negros, o aquella vez que Gargamel se convirtió en Pitufo y descubrió, gasp, que no tenía colita.
Poco a poco, la serie fue creciendo, los pitufos se fueron individualizando, como los enanitos de Blancanieves respecto a la tradición del cuento original, y ya tuvimos al pitufo fortachón, y al pitufo sabio, y al pitufo poeta, y al pitufo gruñón (que es, por cierto, mi favorito), y hasta Papá Pitufo (ese creo que siempre se ha llamado así), se nos fue haciendo más incordiante. La autoparodia se volvió más jugosa cuando descubrimos que su autor, Peyo, se había retratado en el malvado Gargamel.
Luego, ay, entró el merchandising a saco. Los pitufos se convirtieron en un engorro. Y, peor todavía, en un horror. Un cruel mental de esos que seguro tiene a gente encerrada en un sótano, el Padre Abraham, martirizó nuestros oídos con aquellas cancioncillas que tendrían que estar prohibidas por la convención de Ginebra, y Hanna Barbera, en tiempos transgresora ella misma, hizo una serie de televisión bastante fiel a los guiones de los primeros álbumes... y al mismo tiempo bastante insulsa.
Cumplen cincuenta años y ya son parte del acervo cultural de mucha infancia, incluída la nuestra, que creíamos tan lejana. En varias partes de Europa encontrarán ustedes este verano sus estatuas. Y Hollywood los va a llevar al cine.
Es para pitufarse de miedo, desde luego. Porque sabemos que la harán con otro tipo de plantilla. Pero plantilla a fin de cuentas.
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