Estarán ustedes deseando que llegue el verano. Las vacaciones, más bien. Igual que todos. Yo no tanto. Hoy he ido por primera vez a la playa y, como otras veces, en apenas unos minutos he sentido todo el cansancio acumulado de todos los días de playa del verano, como si los ocho o nueve meses de invierno no hubieran existido y, apenas entrecerrando los ojos, estuviera viviendo una prórroga del agosto pasado. Ni me he quitado la camiseta, por no quemarme. Y menos mal que encontré a Juaki Revuelta y hemos matado la mañana charlando un buen rato.
Me gusta la playa, pero me cansa demasiado. Si no fuera por la calor y el coñazo que es vestirse de normal, creo que podría pasarme perfectamente sin bajar a la playa, que está apenas a cien metros de mi casa. Ya me pasó una vez, cuando mi cirujano plástico me ordenó no ponerme al sol durante un año. Creo que eso fue lo que mató mis ganas de playa: antes, lo juro, me gustaba y todo.
Pero no sólo de playa vive el verano. Y aunque me echo a temblar ante las inevitables visitas a los chalecitos de amigos y parientes, el hartazgo de los paseos cada noche por el mismo sitio viendo a la misma gente y gastando cada vez más dinero en puro aburrimiento, como escritor vacacional que uno es, porque no le queda otro remedio, empieza a plantearse si va a escribir o va a empezar a escribir algo este verano.
Y, será la astenia primaveral retrasada, será que me parece que vivo todavía a finales de agosto del año anterior, pero no tengo ninguna gana de ponerme a teclear. Aunque esté tecleando, claro. No sé si he inventado o repescado un género, el cuento histórico, pero en eso ando desde hace un mes y pico, recreando el Cádiz que va desde 1805 a 1812. Será lo que Dios quiera, pero me entretiene.
Luego, tengo treinta páginas (unos cuatro o cinco capítulos) de una novela policíaco-juvenil, basada en rigurosos hechos reales, por surrealistas que parezcan, que me divirtió lo suficiente este invierno pasado para meterme en ese berenjenal, pero a día de ahora no tengo muy claro si seguirla o no.
Y luego los cinco o seis proyectos que se retrasan siempre en el tiempo, esos que uno no sabe si redactará alguna vez o si acabarán en los anaqueles de Bibliópolis, la ciudad de los libros no escritos.
Porque el mercado tampoco está para tirar cohetes. A la voz de crisis, pequeña desaceleración económica o como ustedes quieran llamarlo, las editoriales reculan y, por eso mismo, nos dejan a nosotros con el culo al aire. Y cuesta tanto escribir un libro, duele tanto meterse en esa vereda, que hasta que se apodera el duende mágico de uno nunca se sabe si está perdiendo al teclear la razón o el tiempo.
El verano asoma su ceño sudoroso y si no fuera por esas tres o cuatro cositas que uno desea del verano, la marmota podría seguir durmiendo.
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Categorías: Literatura