En la universidad descubrí el don mutante, hasta entonces latente, de que podía ser pedante y a la vez simpático. Esto me servía de mucho en los exámenes, sobre todo en los exámenes orales, y sobre todo con las profesoras, que imagino que veían en mí al hijo que no habían tenido o al que tenían y se les había ido con la música a otra parte. Hasta tal punto de que mis compañeros, cuando teníamos que entrar de uno en uno a esos largos exámenes de final de curso, preferían hacerlo delante de mí, porque yo me enrollaba tanto dentro que se desesperaban y, lo peor, pensaban hasta lo peor. Más de uno se largó en la espera y luego tuvo problemas para buscar un hueco donde examinarse.
El truco estaba en arrastrar hacia lo que a uno le gustaba el tema del examen, ya fuera en inglés o en español. En inglés, por ejemplo, me enrollé en un examen de fonética y comprensión lectora contando que ese verano iba a escribir una novela, lo que luego fue Lágrimas de luz. En español, en la asignatura de Literatura Infantil, acabé no hablando de los hermanos Grimm o de Andersen, sino de tebeos.
Y me enrollé en la conversación durante hora y media, lo juro. Aquello dejó de ser un examen para ser, simplemente, una entrevista inversa. En un momento determinado, doña Carmen, la profesora, viendo que estaba fuera de pie con lo que yo le contaba de técnicas, estilos, dibujantes y géneros, me dijo:
--Claro, es que tú ves más de lo que hay.
Y el joven Rafa Marín, sin cortarse un pelo, porque había descubierto que era pedante y simpático, le respondió:
--No, doña Carmen. Yo veo lo que hay. Quien no lo ve es usted.
Y me puso, claro, sobresaliente.
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