En el autobús, hace apenas media hora. Baja una madre joven con un cochecito y dos niños; parece que tienen la misma edad, pero uno debe ser algo mayor que el otro, porque va de pie apoyado en la cruceta del carrito, y el otro va sentado. No se parecen en nada: uno es moreno y el otro tiene dos ojos enormes, como dos monedas azules que le cubren todo el rostro.
La joven madre (o la joven madre y tía de uno de los niños) no puede bajar bien del autobús y un señor con traje de chaqueta y corbata es más rápido que yo (está más cerca) y la ayuda. Como la acera queda a unos centímetros de la rueda del cochecito, les cuesta lo suyo. Mientras tanto, los dos niños miran muy extrañados al señor del traje de chaqueta y corbata, a quien no conocen de nada y cuya maniobra no comprenden.
Entonces, cuando el señor vuelve al autobús y la joven madre y/o tía de los niños ha logrado enderezar el carrito, ambos los dos críos comprenden lo que ha hecho el señor del traje de chaqueta y corbata y sonríen con esa sonrisa que sólo saben sonreír los niños, y mientras el autobús cierra las puertas los dos (y el que está sentadito no puede ver el gesto del otro que va detrás) dicen adiós con la mano. La sonrisita tonta llena a todo el autobús, o al menos a todos los que hemos estado mirando lo que pasa.
El autobús arranca y logra, un minuto después, internarse en el tráfico. Veo entonces que el señor del traje de chaqueta y corbata, cuando adelantamos a la joven madre y/o tía y los dos chiquillos tuerce la cabeza, como esperando que los niños vuelvan a repetir ese gracioso saludo suyo.
Pero los niños, claro, están ya distraídos con otra cosa.
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