Justo una semana para reencontrarnos con un viejo amigo. Viejo de verdad esta vez, ay, como nosotros mismos. Indy ya no será el joven aventurero sin escrúpulos, sino casi un patriarca venerable, embarcado en una aventura tan sin ton ni son como sus aventuras previas, quizá un autohomenaje de estos chicos a sí mismos, quizá un error, quizá una invitación a nuevas peripecias.
Para matar el gusanillo estoy repasando con los chavales en clase la trilogía: una película por clase. La sorpresa, claro, es que no han visto en su vida ninguna de las tres películas: veinte años es más que toda su vida, pero uno pensaba que había cosas que en todas las casas estaban en los altares. Ya no hay libros y tampoco hay películas. Pobres recuerdos que se llevarán estas generaciones cuando tengan la edad de Indy.
Me sé de memoria los planos, la música, los diálogos, las anécdotas detrás de cada plano y cada compás y cada línea. Y se extrañan. Y yo disfruto no recordando, sino aprendiendo, comprendiendo cómo y por qué se coloca así la cámara, cómo y por qué se narra así la historia. Es todo un recital.
Indiana Jones y Steven Spielberg: por encima de la peripecia, está la caligrafía.
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