Empezó una mañana normal. Quiero decir que no había en el ambiente nada extraño, que no estaba diluviando ni hacía más calor que de costumbre. Cuando digo que era una mañana normal quiero decir que era absolutamente normal, con el cielo azul, las nubes blancas, los pajaritos cantando y todo eso.

Me levanté tarde (algo también muy normal) porque mi despertador no había sonado a su hora (otra cosa normalísima) y acababa de perder la primera clase del día. Me levanté, me limpié los dientes, hice un poco de café y encendí un cigarrillo. Todo en veinte inutos, con lo que perdí la segunda clase.

Bueno, entonces me di cuenta de algo extraño. Yo no recordaba haber cambiado de marca de café (aquello seguía sabiendo al maldito café de todas las mañanas), e incluso la hechura del paquete era similar al de siempre; pero las letras, los caracteres que estaban allí escritos... no podía entender ninguno. Veréis, cuando uno ha pasado media vida aprendiendo un idioma tras otro y esperando la ocasión de encontrarse con una rubia extranjera para mostrarle la ciudad y... No, veo que no me seguís ninguno. Bien, yo soy — o era— maestro de idiomas: francés, español, alemán e inglés, naturalmente. Entendía mal que bien alguna palabra en ruso y últimamente estaba decidido a aprender árabe, por si las moscas. Podríamos decir que las lenguas han sido siempre la gran pasión de mi vida. ¿Todos me entienden? O.K. Aquel maldito sobre de café estaba escrito con unas letras a las que yo no era capaz de sacar ningún significado, y esto me hizo dudar un poco. No le concedí mayor importancia al asunto en aquellos momentos y preparé mis libros y salí de casa. Todavía no había abierto la boca, quiero decir que no había dicho una palabra.

Tenía el coche estropeado, como casi siempre, pero un taxi se cruzó delante de mí (casi me atropella, más bien), y le hice una seña para que parase. El conductor tenía cara de ratón, como en las películas, y un par de orejas enormes.

—A la Universidad de Empire —dije yo.

—De acuerdo —me contestó él.

¿No tiene nada de extraño, verdad? Bien, pues allí me quedé yo, con la boca descomunalmente abierta y los ojos más abiertos todavía. La cosa, maldita sea la gracia, no era para menos: estaba hablando a aquel tipo en... sí, estaba hablando en una lengua que yo no conocía, estaba emitiendo unos sonidos que no había emitido antes y que podía entender perfectamente, a pesar de ser nuevos para mí.

El conductor me miró, con una sonrisita que le llegaba desde una oreja hasta la otra y que parecía reivindicar para sí la totalidad del asiento delantero.

—¿Es ahora cuando se da cuenta, amigo? —me dijo con un tono burlón. Él también estaba hablando en aquel idioma que me sonaba tan extraño y que, al mismo tiempo, era capaz de entender.

—O...O...O... —Empecé a tartamudear, me sentía más ridículo que un vendedor de perros calientes en medio del edificio de la Bolsa—. ¿Qué demonios estamos diciendo? ¿En qué estamos hablando? ¿Por qué no hablamos en inglés?

El conductor redujo la velocidad y se acomodó hacia atrás en el asiento. Abrió otra vez la boca y esta vez tuve la sensación de que se sentía infinitamente superior al resto del mundo.

—Porque el inglés ya no existe.

Hizo un segundo de pausa, aceleró, se pasó la lengua por encima de unos labios arrugados como pasas, tomó aire y continuó.

—Lo andan diciendo por la radio cada tres minutos, en todas las emisoras y en todas las frecuencias. Los idiomas ya no existen, amigo: Algún chico listo ha inventado el lenguaje universal.

—¿Quéééé? —Di un brinco hacia delante y estuve apunto de comerme el frente del parabrisas.

El conductor asintió, se le veía asquerosamente seguro de sí mismo.

—Pe-pe-pero eso es una tontería. ¿Sin estudiarlo nadie? ¿De la noche a la mañana? ¡Qué absurdo! ¿Usted cree que vamos a dejar de hablar inglés así, de sopetón?

—El inglés ya no existe, amigo, intente hablarlo, verá como no es capaz de articular una jodida palabra. Ahora sólo existe este nuevo idioma. Bah, tampoco es nada importante.

—¿Nada importante? Acababa de tirar veinte años de mi vida por la borda y con un peso en los pies. No era capaz de recordar un maldito verbo en inglés, ni en francés, ni en castellano, alemán o ruso.

Agarré torpemente mi carpeta y rebusqué entre los papeles. Era mi letra, desde luego, mi sucia escritura inclinada, toda llena de manchas de tinta. No podía entender ninguna palabra. Absolutamente ninguna. Era todo tan confuso como un jeroglífico egipcio. Comprendí que el sobre de café, que yo no había podido entender, estaba escrito en inglés puro.

Comprendí también que acababa de quedarme sin trabajo.


* * * * *

En la Universidad me recibieron con una sonrisa triste. El claustro de profesores de lengua era lo más parecido a un velatorio que he visto en mi vida. Ni siquiera cuando la selección de los alumnos nos batió por quince a dos nos habíamos sentido tan tristes. El resto de las clases se estaban dando con relativa normalidad, con una gran improvisación, naturalmente, y cada veinte minutos se emitían las noticias que provenían de todo el mundo y que hacían referencia al nuevo y único idioma existente.

Eran las once y tres minutos y ya me había quedado sin uñas. Me decidí por arrancar los botones de la chaqueta cuando Pepper me encontró.

Pepper era profesora de matemáticas, ya sabéis: conjuntos, trigonometría, álgebra... un coñazo. Era una auténtica belleza: rubia, ojos claros, buena figura, realmente picante. Se merecía el apodo que era también su nombre, aunque cualquier juego de palabras era ahora intraducibie y sin gracia.

—¿Disgustado? —preguntó mientras se sentaba a mi lado y me cogía un cigarrillo del paquete. (Yo sabía, maldita sea, que era un paquete de Winston, pero mi mente se negaba a reconocer las letras y sacarles algún sentido, y a la hora de pronunciar lo llamaba de otra forma.)

—No, simplemente sorprendido. ¿Cómo pueden hacer esto sin consultar a nadie?¡Demonios, es anticonstitucional!

Ella sonrió. Yo me encontraba tan alicaído que ni siquiera miré sus piernas. Resoplé.

—¿Te das cuenta, Pepper? ¡Acabo de perder mi empleo! No es que el rector me haya despedido, no, ¿para qué se iba a tomar la molestia si ya no sirvo para nada? ¿Cómo voy a enseñar algo que ya no existe, que no recuerdo? Y aunque pudiera hacerlo... ¿para qué? ¡Jesús, pasarán años antes de que se pongan de acuerdo en la forma de estructurar este nuevo maldito idioma, en distinguir gramemas de lexemas, adjetivos de verbos, gerundios de participios... en el caso de que existan, claro! Y cuando se consiga, sólo podrán reintegrarse al trabajo los profesores de esta lengua. ¿Qué demonios hago yo sin mi francés, mi alemán, mi castellano?

Pepper exhaló una cortina de humo azul delante de su cara, dejando sólo a la vista un ojo poderosamente celeste.

—El presidente ha llamado a Chomsky personalmente. En todo el mundo los estructuralistas han empezado ya a trabajar sobre eso. En menos de seis meses se podrá enseñar morfosintaxis, semántica... menos lengua extranjera, claro. Lo siento, Nat, de veras.

La creí, naturalmente. No podía hacer otra cosa.

* * * * * *
Los periódicos de la tarde estaban correctamente redactados en el nuevo idioma. Lo llamaban «Lebab», un nombre ridículo, pero justo. Babel deletreado al revés; por demás, creo que ésta fue la única palabra que sobrevivió a las antiguas lenguas y cuyo significado éramos capaces de recordar: confusión.

Todos los malditos periódicos de todo el maldito mundo habían dedicado todas sus malditas páginas al suceso. Elogiaban la nueva conquista del ser humano: ¡La unificación de las lenguas! ¡El cielo estaba ya al alcance de los hombres! Mierda.

Nadie había matado a nadie en todo el día. Bueno, un par de accidentes, dos incestos, tres suicidios... Pero la guerra del Líbano se había paralizado inmediatamente; Belfast estaba tranquila y toda la gente había salido a la calle comentando la «buena noticia». Un periódico anunciaba en enormes titulares de media página: MILAGRO y luego, en más pequeño: De la ciencia. Todos los periódicos coincidían en que había acabado el sufrimiento de la humanidad. La Iglesia congregaba a todos los fieles y recordaba cómo en otro tiempo las «lenguas de fuego» del Espíritu Santo habían iluminado con su llama de sabiduría a los seguidores del Creador (palabras textuales).

Eran casi las seis de la tarde y yo estaba bebiendo un vaso de whisky, rodeado de periódicos, con toda mi atención puesta en el discurso que el presidente estaba largando a toda la nación a través de todos los canales de radio y televisión. Se le veía contento, feliz de su correcta articulación del nuevo idioma. Decía algo referente a que al fin sería posible el entendimiento de todas las naciones de la Tierra.

Todos veían el lado positivo del asunto. Todos menos yo. Bueno, había algunos más, unos millones de profesores de lengua, de literatura, de idiomas, traductores profesionales, adaptadores, actores de doblaje. Nadie importante.

Pero las bibliotecas habían dejado de ser útiles, porque nadie entendía las grafías de los antiguos idiomas. Los diccionarios sólo podían utilizarse como... bueno, ya sabéis cómo. Shakespeare, Goethe, Cervantes, Unamuno, Descartes, Moliere, Lovecraft, Byron, Poe... ninguno existía ya. Sus obras se habían convertido en simples montones de papelotes impresos inservibles. Ma-ra-vi-llo-so.

Allí estaba yo, rodeado de periódicos, medio borracho, sin trabajo y exhausto. Ni siquiera podía buscar en los anuncios por palabras un nuevo empleo: No podía entender los antiguos diarios y los nuevos, con la excitación, habían olvidado incluirlos.

* * * * *

Frederick Hooverstone, era el nombre. Profesor Frederick J. Hooverstone. Él era el... responsable. Cuarenta años de estudios sobre organización de lenguaje, neuronas, ayoslumínicos, transmisión de microondas. Él era el padre y la madre del lebab: Un viejecito arrugado, casi calvo, con una sonrisa encantadora. Había sido un cerebro gris toda su vida; niño prodigio a los tres años. Una criaturita.

Estaba explicando por la tele —por todas las teles del mundo— sus razones para haber «disparado sin avisar». Stone —en adelante lo llamaré así, porque su nombre es condenadamente largo— había descubierto las conexiones entre los órganos de fonación y las glándulas cerebrales que ordenan la articulación de las palabras. El lenguaje —decía él, y yo admití— no es más que el conjunto de unas reglas determinadas que aceptamos cuando somos niños y que luego nos acompañan durante nuestra vida. Si suprimimos todos los lenguajes nos encontramos de nuevo en la Edad de Piedra, mamuts y dientes de sable incluidos. Si pretendemos crear un lenguaje niversal —como el esperanto— lo único que lograremos será añadir un nuevo dioma a la ya larga lista.

Bien, el lenguaje, comprendido como un proceso inconsciente/consciente a lo largo de un proceso de aprendizaje, repercute en determinadas zonas del cerebro que seleccionan las palabras a emplear, su colocación en la cadena fónica, la concordancia entre verbos, sujetos y complementos, y más tarde su representación gráfica con la ortografía. Stone, hasta el momento, no estaba haciendo más que aludir a los estudios de Chomsky, allí presente, y el viejo Avram —lo encontré un poquitín más grueso— se infló como un balón de grasa. Tuve que sonreír aun en mi contra.

Stone pensaba que un idioma universal acabaría con el problema de la incomprensión y la incomunicación entre los hombres. Desde luego, los datos de todo un día de hablar lebab le eran altamente favorables: todo el mundo había quedado lo suficientemente confundido como para ponerse a pensar en otra cosa. Stone quería crear un nuevo idioma, distinto a todos los demás. Quería crear una lengua que fuera rica fonéticamente, que estuviera llena de resonancias semánticas, que pudiera escribirse con signos ortográficos no demasiado distintos a los occidentales. Sabía la manera de interferirlo en el cerebro por medio de microondas en clave que iban suministrando información al inconsciente. La creación de un nuevo lenguaje, con estas premisas, no le había resultado demasiado difícil.

Se había ayudado de computadoras, y de la ayuda económica del gobierno, naturalmente. Considerado como Top Secret durante un buen montón de años, Stone tenía pánico a que su descubrimiento fuese utilizado de mala manera, «en contra de la humanidad», había dicho, así que cuando tuvo todo dispuesto no avisó a Washington, sino que hizo funcionar su aparato emisor de microondas durante semanas hasta que el cerebro humano —todos los cerebros humanos de toda la Tierra— almacenaron sin saberlo el enorme potencial de una lengua nueva, al tiempo que los antiguos quedaban borrados en la fase final, el paso del inconsciente al consciente.

Se justificaba diciendo que de otra manera nunca se hablaría lebab, sino que se utilizarían las antiguas lenguas hasta que una ocasión determinada obligara a utilizarlo. En esto le di la razón. Yo nunca hubiera utilizado esa maldita lengua de haberlo querido.

Por otra parte, Stone era el único que conocía la relación entre las neuronas
semánticas y los órganos de fonación. La clave de microondas solamente era conocida por él, y las computadoras sólo obedecían al estímulo nervioso de los párpados del viejo al aletear despreocupadamente frente a la «llave» del registro informático. Stone temía que esclavizaran a la humanidad con variantes de sus estudios, pobre viejo.


Apagué el televisor cinco segundos antes de quedarme dormido. La cara de Stone, llena de felicidad y de temor a un mismo tiempo, me hizo pensar que todavía quedaban estúpidos filántropos en el maldito mundo.

* * * * *

No todo se había perdido, afortunadamente. La ciencia estaba almacenada en enormes libracos de signos, y las computadoras rebosaban datos sobre números, experimentos, química, datos y más datos. Conservaban referencias exactísimas sobre las obras literarias de toda la humanidad, sobre el área de difusión de los antiguos idiomas del mundo. Pero pocas eran las obras almacenadas en la clave de los computadores que habían quedado para poder ser traducidas, cuanto menos, al lebab (¿cómo podía un computador apreciar la poesía?). Se habían perdido siglos de historia de la humanidad. Stone no había previsto esto.

Habían pasado cuatro meses desde el día fatídico. Cuatro meses intentando recordar alguna maldita palabra de cualquier puñetero idioma, todo en vano. Cuatro meses viviendo del seguro de desempleo y de las colaboraciones de Pepper que me invitaba a comer un día sí y otro también.

La gente —toda la gente, incluido yo— se había acostumbrado al lebab. Se escribían en lebab los periódicos, empresas multinacionales editaban miles de millones de ejemplares de libros escritos en lebab. Diccionarios y enciclopedias aparecían en su mayoría incompletos, porque no había habido tiempo de recopilarlo todo. Se editaba en cantidades desenfrenadas con vistas a la exportación. En menos de un mes nos vimos sobresaturados de libros, historietas y revistas escritas en lebab y provenientes de Francia, de Angola, de Rusia.

Los libros empezaron a subir de precio. Cuando las tiradas enormes habrían podido abaratar los costes, los impuestos de importación/exportación ponían los libros poco menos que por las nubes. Era una dura competencia para ver quién abarcaba más. Nosotros teníamos prácticamente inundada de libros a Europa, pero África y Sudamérica estaban empezando a dominarnos. Era el caos completo.

Otra cosa: Era imposible destacar. El lebab era tan hermoso —maldición, tengo que reconocerlo— que cualquier tontería sonaba extraordinariamente perfecta. Escritores de primera línea, auténticos prodigios de imaginación, se veían desbordados por chupatintas malhablados que editaban en enormes cantidades y que empezaban a estacar sin tener ninguna calidad. Irwing Wallace anunciaba que no volvería a escribir en su vida. Harold Robbins no quería hacer ningún comentario.

La bomba estalló justo cuando Alfred Gayllard, «el joven Hemingway de la literatura americana» se ahorcó frente a su biblioteca de libros «antiguos». Hubo una gran manifestación de duelo en Nueva York, compuesta por amantes de las antiguas lenguas que venían de todo el mundo, y a la que asistí junto con Pepper. Un tarado incendió una librería donde se exhibían libros en lebab, y la policía, al disolvernos, organizó un follón de mucho cuidado. Más de veinte personas resultaron muertas y casi cien fueron heridas. Coño, no es que tuviera nada en contra de que se intentara quemar las librerías para así acabar con el lebab (ya sabía que no iba a servir de nada), pero aquellos pirómanos y los cerdos de uniforme habían puesto en peligro mi vida.

Si queríamos conseguir algo, la revolución no era un buen camino.

Por lo menos por el momento.


* * * * *


El lebab no había servido de nada. Belfast estaba otra vez en llamas. Beirut era un infierno. Oriente Medio una ensalada de tiros. El mundo había reaccionado con alegría ante el nuevo idioma, pero los pueblos no habían olvidado sus aspiraciones.

La cosa se complicó cuando un profesor de alemán de la Sorbona se suicidó frente a sus alumnos al hacer estallar una bomba que acabó con la mitad de la clase. Desde entonces, los profesores fuimos puestos en la lista negra de todos los gobiernos del mundo, considerados como «elementos subversivos».

En la O.N.U. el tiberio se formó cuando el delegado chino (supongo que con buena ntención) hizo alusión a la cara pecosa del delegado ruso, a quien le había sentado como un tiro la observación. En los antiguos tiempos, cualquier intérprete mediano hubiera evitado aquel escollo dando un giro a la frase, pero ahora estaba a punto de estallar una guerra y el mundo estaba, literalmente, acojonado. Empezaban a brotar las primeras manifestaciones populares contra el «lenguaje teledirigido» y las «fuerzas del capitalismo lingüístico». Todo estaba casi a punto.

La otra noticia me llegó por boca de Pepper, justo cuando el Sindicato Pro-Restauración de las Antiguas Lenguas y la Libertad de Expresión Fonética había decidido boicotear el lebab.

—¿Te has enterado, Nat? Un antiguo traductor de Shakespeare ha intentado matar al profesor Hooverstone.

Di un salto en la silla y estuve a punto de morderla.

—¿El profesor Hooverstone? ¡Claro, eso es! Pepper se me quedó mirando, con una mueca de inquietud en los ojos.

* * * * *

El maldito sabueso me cerraba el paso y me miraba con una cara que me hizo desear estar a mil millas hacia el este. Parecía muy capaz de levantarme en vilo con una sola de sus manos y voltearme por encima de la calle en un abrir y cerrar de ojos. Si no me creéis es que no habéis visto a ese tipo.

—Escucha, amiguito —me lo decía con una voz nasal que me hacía cosquillas en el espinazo—. El profesor Hooverstone no puede ser molestado por nadie. ¿Te enteras, chico listo? Por nadie. Así que lárgate de aquí antes de que te haga detener por alterar el orden público y por intento de asesinato en la persona del profesor. ¿Quién crees que iba a creerte? Ya ha tenido un atentado hoy y sería sencillo hacer creer que tú has planeado otro.

La pose a lo Humphrey Bogart no le sentaba en absoluto. Se le veía espantosamente ridículo, sosteniendo la colilla medio apagada con los labios. Cristo, como deseé tener medio metro más de altura y aplastarle la nariz entre los dientes.

—Quiero ver al profesor Hooverstone —dije con una voz rayada que no era en absoluto la mía—. Es algo de vital importancia. Yo era profesor de idiomas y...

—¿Quieres hacer el favor de callarte? —El sabueso me agarró por las solapas y me levantó un palmo del suelo. La chaqueta hizo crac en algún lugar de mi espalda. En mi vida he sentido tanto miedo. Deseé estar a un millón de millas hacia cualquier parte, pero la tenaza del mastodonte me obligaba a permanecer allí, colgando como un guiñapo muerto.

Bien, ya sabéis que en las películas suele aparecer el Séptimo de Caballería, con la bandera y la corneta tocando alegremente. Me preguntaba cuándo iban a llegar y hasta pensé si no habrían sufrido algún ataque indio, porque allí no aparecía nadie. Demonios, ni siquiera podía gritar diciendo: ¡Policía! porque aquel tipo era policía.

Me dio un empujón y yo rodé hacia atrás, aterrizando duramente en la capota de mi coche recién reparado. Algo crujió además de mi camisa, algo huesudo en mi espalda.

Cuando intenté levantarme, el mastodonte estaba otra vez encima mío. El golpe en el estómago me hizo volar directamente hacia el país de Morfeo.

* * * * *

Pepper pagó la fianza y al día siguiente estaba otra vez en casa, con un bonito vendaje cubriéndome la espalda. La noche en el camastro de la celda no había aliviado demasiado mi costilla rota.

—Ahora no puedes volver a intentarlo —dijo Pepper, que me estaba sirviendo un tazón de humeante café, ignoro de qué marca—. Si apareces otra vez allí lo de ayer pareceráuna broma y te largarán un par de meses a la sombra.

—Descuida, no pienso volver a hacerlo. Uuuff, ¿cómo puede haber gente tan bestia en el mundo?

Me incorporé a medias en la cama. El pijama estaba sucio y me sentí molesto.

—¿Qué vas a hacer ahora? —era de nuevo Pepper. Supongo que no sabía que yo ya había tenido suficiente interrogatorio la noche anterior.

—Si Hooverstone tiene teléfono estará intervenido y no podré hablarle, y desde luego, no pienso ni aparecer otra vez por allí.

—¿Qué vas a hacer entonces?

—¡Demonios! ¡Ya que no tengo una paloma mensajera, le escribiré una carta!


* * * * *


Y la escribí. Folios a máquina, doble espacio, todo eso. El texto era éste:

Profesor Hooverstone, etcétera, etcétera.

Muy señor mío:

Usted no me conoce. Al menos que yo recuerde. La única oportunidad que hemos tenido para conocernos fue abortada por ese cachalote vestido de azul que tiene usted por uardaespaldas. Sucedió hace dos noches y me costó una costilla y una noche en la cárcel, pero eso no importa demasiado siempre y cuando usted lea esta carta.

Me llamo Nathaniel Fencing (puede llamarme Nat) y antes tenía como medio de ganarme el pan el enseñar idiomas a todos aquellos que tenían intención de aprenderlos. Puedo jurarle a usted que no suspendía demasiado y que incluso era un buen maestro, pero dejemos eso ahora. No tengo intención de intimidarle, pero soy miembro del Sindicato, ya sabe a cuál me refiero. Quiero hablarle del lebab, profesor Hooverstone.

Señor, usted ha conseguido hacer real una de las más grandes utopías del hombre: desde casi siempre se ha pensado en la posibilidad de utilizar un único idioma en el mundo. Hasta ahí, todo correcto, ¿no? Bien, sigo. No sé cómo demonios lo ha hecho, pero nadie es capaz de hablar ya ningún idioma antiguo, sólo esta jerga de sonidos armoniosos que lleva el estúpido nombre de lebab.

¿Qué ha conseguido con esto? Dígame, profesor, ¿qué ha conseguido? Yo voy a decírselo: no ha conseguido absolutamente nada. La gente sigue matándose por un par de estupideces o por un millón de causas justas. Sí, estoy de acuerdo en que si ahora nos desplazáramos a Mozambique o a Belgrado, comprobaríamos —¡oh, felicidad!— que podemos entendernos fácilmente y que se han acabado los supuestos problemas de incomunicación humana, ¿no es cierto?

Quitemos mi problema, el problema de cientos de desgraciados que nos quedamos en la calle. Vayamos a lo más importante: Hemos perdido siglos de literatura universal, o lo que viene a ser lo mismo: Hemos perdido siglos de historia. ¿Qué ilusión puede hacer ahora leer a Bernard Shaw en un idioma que le es totalmente ajeno? Eso, suponiendo que alguien haya podido transcribir sus obras al nuevo idioma, cosa que dudo. Observe que utilizo la palabra «transcribir» y no «traducir» porque esto daría lugar a una interpretación totalmente nueva en cuanto a sonidos y forma de expresión, señor, todo habrá sido cambiado por completo. ¿Sabe lo que significa esto?

Luego está el maldito mercado negro del libro. Se editan millones de ejemplares de cada libro para lucro de unos cuantos peces gordos que no saben qué hacer con tanto dinero. Millones de páginas impresas con estupideces sin ninguna calidad literaria. Pero dejemos esto también aparte, ¿de verdad cree usted que el lebab va a permanecer inalterable?

Mire, si tomamos en consideración que el griego, el latín y sus derivados, las lenguas romances, provenían de un tronco común que es el indoeuropeo, aceptamos que hubo un momento en que sólo existía un único lenguaje que fue degradándose y erosionándose hasta dar lugar a un enorme montón de lenguas. Por ejemplo, hubo una época en que el latín dominaba Europa. ¿Sirvió de algo? En menos de diez siglos ya existía el francés, el catalán, el castellano, un enorme montón de dialectos en la propia Italia. ¿Cree usted que el lebab va a quedarse sin evolucionar? ¡Claro que no! En Sudáfrica tomará un rumbo y en Manhattan otro. Dentro de equis siglos habremos vuelto al principio, señor profesor, ¿qué harán nuestros descendientes, conectar el botón de su maquinita otra vez? ¡Es absurdo!

Además, el Sindicato ha decidido ayudar a evolucionar al lebab, hacerlo ininteligible.

Es muy sencillo. Vamos a empezar a pronunciar «mal», vamos a pronunciar sonidos istintos. Transmutaremos sonidos fricativos por bilabiales, dentales por alveolares, eso en la zona de Nueva York. En Texas arrastrarán las vibrantes. En Francia suavizarán las palatales. Y eso no es todo. No somos ahora capaces de leer en inglés, ni de hablarlo, porque no nos acordamos, pero sí sabemos la forma de empezar a recordar palabras.

Por ejemplo, yo sabía de memoria casi un centenar de poemas en inglés, alguna canción, algún que otro capítulo de un libro en prosa. Conservo una cuidada colección de discos grabados en inglés, y que ahora, naturalmente, no puedo entender, pero cuyo significado semántico conozco. Tomemos por ejemplo el poema de Annabel Lee de Poe, ¿lo conoce? Supongo que sí.

Yo lo sabía de memoria en inglés. Ahora, si intentara recitarlo solamente podría hacerlo en este maldito lebab, ¿me equivoco? Bien: no recuerdo la cadena de palabras en inglés pero sí su significado, lo que Poe decía en el poema. Tengo en casa una grabación con la voz preciosa de Richard Burton. Escuchándolo veinte o treinta veces podré empezar a sacar conclusiones y a establecer palabras. Un estudio comparativo, en cierto modo. Gracias a los documentos grabados, que ahora nos suenan rarísimos, podremos recuperar un cierto número de palabras en sus idiomas originales. Imagínese: todos los profesores del mundo pronunciando mal, mezclando palabras, haciendo una mezcla total de idioma nuevo y viejo... distinto en cada país, por supuesto. Eso aceleraría mucho la degradación de la única lengua. Degradación que sería forzada y voluntaria y que se machacaría insistentemente a través de todos los medios de comunicación.

No somos solamente los profesores los que suspiramos por la vuelta de la cultura y las antiguas lenguas. La enorme mayoría de la gente suspira por poder decir «maldito hijo de puta» en puro inglés americano. ¡En el lebab suena todo como un piropo, incluso los insultos son algo estético!

Profesor, admito que su descubrimiento es grandioso, pero ha quedado demostrado que no sirve para nada. No han acabado las guerras, como usted pensaba, ni la incomunicación humana. Profesor, en realidad a nadie del antiguo mundo le importaba que en China hablasen chino, porque nadie sentía la urgencia de comunicarse con un ser que está a miles de kilómetros de distancia. El lenguaje es algo familiar, algo que se usa para entablar contacto de una manera directa y familiar. Profesor, cuando se quiere realmente establecer una comunicación con alguien que no hable el mismo idioma, se logra mediante gestos, por señales, intercambiando palabras básicas. Siempre se logra establecer contacto de una manera o de otra. No era necesario un salvador que obligara a hablar una lengua que no nos gusta y a la que quisiéramos olvidar para siempre.

Profesor, admiro sus buenas intenciones, pero el mal de la humanidad, poniendo un ejemplo muy lingüístico, está en el fondo y no en la forma.

Atentamente:

Nathaniel Fencing.

Ex-profesor de idiomas.


* * * *

Dos días más tarde recibí contestación, algo que en realidad casi no esperaba. Era un sobre pequeño, escrito a mano con una letra menuda y redondita. Lo abrí. El texto era el siguiente:

Muy señor mío, etcétera, etcétera.

Antes que nada, he de reconocer que han sido ustedes muy inteligentes al encontrar un medio de resucitar palabras de las antiguas lenguas. Pero hay algo que debo confesarle: en realidad no las han olvidado nunca. Todos los sistemas de lenguaje siguen almacenados en sus cerebros, pero el paso del inconsciente al consciente hace que se emitan sonidos n lebab. Es una especie de condicionamiento inhibitorio, una especie de hipnosis. Me legra pensar que mediante un razonamiento lógico, científico, logren ustedes burlar la hipnosis, aunque sea en cierta forma rudimentaria.

Reconozco que el nuevo idioma no ha servido de nada. Reconozco que estaba equivocado, pero era tan hermoso pensar que iba a acabar con todos los problemas del mundo... Tiene usted razón: las lenguas tienden a disgregarse, no a unirse. El lebab, como todos los idiomas, es una cosa viva que tendrá que evolucionar hasta perderse en un número indeterminado de sublenguas. Eso es algo que yo no había observado. Pero no será necesario que ustedes escuchen horas y horas antiguos discos, ni que empiecen a pronunciar mal.

Usted es ahora el único que lo sabe: He invertido el proceso. Microondas de sentido contrario que llevan actuando más de quince días, están borrando poco a poco todo indicio de mi lengua y están despertando los antiguos idiomas ocultos en determinadas euronas del cerebro. En menos de una semana a partir de cuando usted reciba esta carta, todo volverá a ser normal, señor Fencing. Usted volverá a impartir sus clases de idiomas y la gente podrá maldecir a gusto.

Incluso yo voy a olvidar parte de mis estudios, ya sabe: tengo miedo de que mi señalizador, en manos de un dictador se convierta en un arma total. El mundo, como usted me escribe, no necesita un salvador, ni tampoco otro Hitler.

Por lo demás, ahora estoy investigando sobre los problemas de comunicación de los grandes primates. He descubierto que utilizan un lenguaje muy rudimentario y voy a tratar de encontrar la forma de comunicarme con ellos. Espero que el asunto se dé bien.

Sin otro particular:

Frederick Hooverstone.

Científico.

* * * *

Seis días más tarde me desperté hablando mi inglés de siempre. Todo recuerdo del lebab se había borrado. Nadie dijo nada, quizás porque todo el mundo lo esperaba. Por lo demás, ni siquiera alguien se encogió de hombros. La guerra del Líbano continuó. Dos o tres soldaditos ingleses habían muerto en una emboscada en Irlanda. Un golpe de estado en algún lugar de Sudamérica acabó con una efímera democracia.

Del lebab sólo quedaron algunos libros y periódicos, escritos ahora en una forma ininteligible, un mero recuerdo. Pienso, como lingüista, que tal vez me hubiera gustado recordar alguna que otra de sus palabras.

Las investigaciones de Stone con los primates siguen adelante. Alguien debería pararle los pies antes de que cree otra raza de idiotas sobre esta maltrecha Tierra.

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Comentarios

1
De: RM Fecha: 2008-05-01 17:35

Hace un para de días lo solicitaba una lectora y aquí está: mi primer relato publicado, 1978, Nueva Dimensión 119.

Disculpen ustedes la falta de oficio y esas cosas. Tenía 19 años...



2
De: drásvola Fecha: 2008-05-01 18:48

odreucer osollivaram



3
De: RM Fecha: 2008-05-01 19:25

Por cierto, a pesar del tono cultureta del relato, hay un detalle friki que no pillará nadie.



4
De: Pedro Fecha: 2008-05-02 10:18

Hombre, detalles frikis veo un par. El primero es el nombre de la profe de matemáticas, que parece que estuvo influenciado por Iron Man; el otro, que la Universidad Empire no existe en realidad, como todo el mundo sabe. Se la inventó el bueno de Stan para que Peter Parker tuviese un lugar donde estudiar.



5
De: RM Fecha: 2008-05-02 10:23

No a lo primero (es pura casualidad que se llame Pepper).

Exacto lo segundo :)



6
De: Pedro Fecha: 2008-05-02 11:18

"Disculpen ustedes la falta de oficio y esas cosas"
Pues nunca hubiese dicho que es de 1978. Patidifuso me he quedado. A mí me ha gustado. Nunca he entendido lo que quiere decir eso de "errores de novato", "fallos de principiante", "falta de oficio", etc... ¿Estamos hablando del estilo, de la estructura o de qué? Si el relato es bueno, ¿importa la edad? ¿podría definir a qué se refiere exactamente con "falta de oficio?



7
De: RM Fecha: 2008-05-02 11:34

Pues eso, la falta de oficio. Treinta años más tarde, no me reconozco en el estilo. Me parece una historia demasiado simple (hoy sería una novela), la resolución es tirando a pedrestre (¡un cruce de cartas, por Dios!), está llena de tics y se nota que no sabía nada ni de cómo son los taxis en NY.

Eso sí, es mi único cuento de "ciencia"-ficción. Si entendemos la lingüística como una ciencia.



8
De: fnaranjo Fecha: 2008-05-02 12:03

¿Del 78? Cielos... pues yo lo leí entonces, aunque reconozco que solamente recordaba de él el título...

Qué tiempos...



9
De: RM Fecha: 2008-05-02 12:21

Qué costumbres... :)


El título es de una canción de Labordeta, claro.



10
De: Illyria Grey Fecha: 2008-05-02 16:32

Es la traducción del adagio latino O tempora, o mores! de Cicerón, con el que iniciaba su discurso contra Catilina. ;)



11
De: Illyria Grey Fecha: 2008-05-02 16:34

¡Ah, vale! Te referías al "Habrá un tiempo en que todos..." Okis. ;)



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De: AJC Fecha: 2008-05-02 19:14

Quizá fuera el primer relato publicado, pero me juego las acciones de Repsol que no tengo a que no fue lo primero que salió de tu pluma: nadie descubre a los diecinueve años que le gusta escribir. En cuanto a la falta de oficio, se la ves tú, porque ya has adquirido una soltura y un estilo, algo que sólo se consigue con los años y la práctica, pero en el relato se advierten ganas y vocación, más de lo que nos ofrecen la mitad de los libros que se publican, a bombo y platillo, hoy día.
A la historia, yo le veo cierta influencia borgeana, lo que no quiere decir que intentaras emular al argentino, más bien que hay ciertas lecturas que a uno le dejan impregnado, como cuando cae un chirimiri, que sin darte cuenta te mojas.
Muchas Thanks, ha sido agradable leerte.



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De: RM Fecha: 2008-05-02 19:36

Antes había escrito un par de novelas que nunca terminé (entre los 13 y los 17), un par de cuentecitos no-de-CF que publicó Jaramago (ver El anillo en el agua), y por fin este relato.

No había leído a Borges (en realidad, a Borges apenas lo he leído). Está escrito justo después de leer, en inglés, "Farewell my lovely" de Chandler.