Algunos viernes salimos a cenar al chino, con los niños y una pareja de amigos y sus niñas. Después del inevitable rollito de primavera, el arroz 3-D y los wantún y demás viandas, solemos darnos un paseíto corto hacia nuestro irlandés, donde entre humo y un par de whiskitos terminamos saludando a la concurrencia, yo a ex-alumnos, ellos a compañeros de trabajo. Nuestros hijos, con santa paciencia, esperan jugando fuera o, algunas noches, se quedan en casa jugando con la wii (aclaro que los niños están ya en la adolescencia y ya prefieren escaquearse).
La otra noche, por aquello de que los críos estaban a buen recaudo, con Daniel haciendo de experto en informática para las otras tres, nos tomamos una copichuela en nuestro irlandés de siempre y, como era muy temprano (las once y poco), nos tomamos una segunda en el otro pub de la esquina. Y allí, como siempre que uno entra en territorio comanche, me sorprendió la diferencia de la fauna, cómo a ciertas edades la gente sale a quemar el último cartucho o subir al penúltimo vagón que pueda, cómo cuando entras todas las miradas se vuelven hacia ti y al instante, al ver que entras en compañía, dejan de mirarte y pasan a mirar el fondo de la copa. Más o menos como a Luke y Obi-Wan cuando entran en la cantina: posiblemente la fauna fuera igual de variopinta, con la diferencia que nosotros no llevábamos androides que tuvieran prohibido el paso.
Es entonces, observando los rostros de la gente cuando uno descubre rasgos que reconoce de otro tiempo muy lejano, e identifica a aquella señora escotada que intenta comerse con la mirada al señor calvo que trata en vano de hacerse servir más hielo en el cubata, o saluda a aquel gordito del lacoste aunque no logra situarlo exactamente si de los tiempos de la Transición o del instituto. Al cambiar de chiringuito el otro día, ya les digo, noté un extraño desasosiego, un adentrarme en vidas de soledades y noches de fracaso que no suelo encontrar en mi irlandés de siempre, dado a gente más joven y, en cualquier caso, más heterogénea.
Entonces entraron ellos. Cuatro, cinco, seis señores de mi edad, o como mucho tres o cuatro años más jóvenes. Cuarentones, talluditos, solterones. Mi primera idea al verlos, solos, aislados, algo alelados, saludando a diestra y a siniestra pero sin levantar grandes alegrías ni mostrar tampoco demasiada calidez en su relación hacia afuera, fue que no hace falta ser lector de tebeos, ni de mangas, ni gustarte lo gore ni la ciencia ficción para ser un friki.
Luego recapacité, y comprendí que realmente estaban donde no habían dejado de estar nunca, atrapados en las redes del Peter Pan que nunca han querido ser, solteros y enteros, quizás, como decía la otra, viviendo a destiempo ese desasosiego, ese vacío, ese dolor a la noche que no se logra olvidar del todo por la mañana. En el pub, había quien trataba de componer los cristales rotos de su vida; ellos quizá ya ni siquiera intentan comprender qué les falta a su ventana.
Debe ser terrible estar prisionero en la inseguridad adolescente, mientras el tiempo corre, porque en la vida no existe el día de la marmota.
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