Leo las últimas entradas los blogs de dos escritores que admiro y además son amigos míos, José Manuel Benítez Ariza y David Mateo (aquí a la derecha, sus enlaces), y no puedo sino sonreírme con las peripecias de sus viajes, o recordar aventuras propias en momentos similarmente desconcertantes.
A mí, lo reconozco, no me gusta demasiado viajar. Me cansa, me agota, me desespera. La lentitud del tráfico, las largas esperas en los aeropuertos, el ir parando en el tren cada quince minutos para que nadie suba ni nadie baje. Independientemente de la fauna que a veces uno se cruza, o soporta, tanto a la ida como a la vuelta, desde el policía o el mozo de la aduana que te trata como si fueras un terrorista libanes (¡con mi pinta!) al maleducado que te da codazos continuamente porque escucha el mp-4 a la vez que juega con su maquinita. Ya tarda la ciencia en inventar a Scotty para que nos lleve de un sitio a otro a la velocidad de un cambio de plano y una musiquita de nieve dorada.
La pregunta que me hago, ahora que esto de viajar es más cómodo, más rápido, más al alcance de todos o de casi todos, es si los grandes escritores de libros de viajes del pasado no nos estaban mintiendo, si todas esas maravillas que contaron antes de que los documentales y el cine les quitaran el monopolio de la luz y la sorpresa, no serían verdades a medias, recuerdos embellecidos, peripecias rehechas donde no se comunica, o no recuerdo haber sentido, el cansancio, la incomodidad, el polvo, la desesperación, la distancia, las ganas de llegar al destino previsto, los reproches por no haberse quedado uno mejor en casa.
Lo mismo, no sé, al final vamos a acabar inventando un nuevo género de la literatura de viajes: Si lo sé, no vengo.
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