Chen Yuan Tsan debía su libertad a la prisión del hada negra. En ella había encontrado refugio a su miseria, pero a cambio había aceptado los grilletes que ahora se marcaban en los callos de su nuca. La paradoja del amo, como la paradoja eterna del Tao, es que da la vida o mata con el mismo gesto indiferente.
Sometido al hada negra, Chen Yuan Tsan cerraba los ojos a los ojos que eran la causa de su vergüenza. Su estatura, superior a la de muchos otros hombres de China, podía haber sido debida al linaje poderoso de aquellos hijos del cielo que no habían temido enfrentarse con los dioses, pero era su tez, como vino baijiu, y sobre todo el color de sus ojos lo que revelaban la marca de su mestizaje: ojos verdes de gato que había heredado de un padre blanco, el estigma del invasor británico, desconocido y odiado, que había impregnado, quizá a la fuerza, el vientre de su madre.
Crecer con el estigma del desprecio del hombre blanco por su semilla no hizo que la infancia y la juventud de Chen Yuan Tsan fueran distintas a las de las otras familias que habitaban las diversas aldeas donde le habían llevado sus pasos en busca de arroz, bien fuera ayudando en las cosechas o mendigando un plato: también el pueblo, olvidada la memoria de su orgullo, vivía sometido a los caprichos y las limosnas de los invasores europeos. China era una nación rica, pero sus riquezas escapaban en barcos negros hacia las islas de Cipango o los confines del mundo donde rugían las máquinas.
Cuando al hombre blanco se le antojaba tcha, lo compraba o lo robaba. Cuando al hombre blanco se le antojaba la seda, la requisaba o la exigía. Como hacía con el oro, con las mujeres, con la plata. Como hacía con el opio, que había convertido en la moneda que compraba y vendía las conciencias, por encima de las negociaciones, los intereses económicos y las razas.
Gracias al opio, bendita puerta de paso al reino del hada negra, los demonios extranjeros se habían apoderado de China y esperaban sojuzgar por igual al reino de los dioses de muchos brazos, donde había predicado el Buda.
Chen Yuan se había convertido en hombre odiando sus ojos verdes y envidiando el brillo del poder que se compraba con el opio. Un día dejó de ser pescador y se convirtió en campesino, jefe de otros campesinos: la cosecha del loto lo puso en camino de una sombra de vanidad. En los brazos de su esposa y de sus hijos dejó el cuidado de los campos y él se acostumbró a viajar a la ciudad, donde enmascaraba su odio, para disfrutar de las baratijas que los hombres blancos traían de occidente: los manjares de sabores extraños, aquel líquido que quemaba más fuerte que el jiu de arroz, el tabaco. En secreto, se prometió a sí mismo que algún día consumaría su desquite poseyendo a una mujer blanca. O a muchas. Y no sería por la acción de la fuerza, ni por la seducción del veneno de las palabras hermosas, sino por algo mucho más poderoso: el miedo a sufrir agonías incontables si se negaban a humillarse ante la curiosidad de su lujuria. En secreto, también, su corazón se sabía partidario de descontentos y revueltas que devolvieran al pueblo el camino que había extraviado con la dinastía Qing, y en la soledad de las noches fantaseaba con grandes hechos de guerra que expulsaran a los extranjeros del país de los han y consiguieran que sus muchas riquezas revirtieran en el imperio capaz de hincar de rodillas a los reyes de Europa.
Sin embargo, Chen Yuan había caído, pescador a fin de cuentas, en las redes de sus propios anhelos. Desviado del Tao, roto el equilibrio de no necesitar para así poder ser, el ansia que de pronto había empezado a arder en sus entrañas hacia una mujer blanca y desconocida lo llevó, pobre mestizo sin valía ni misterio, a buscar consuelo y olvido en los brazos etéreos del hada negra. Una parte de la riqueza de China, pues, volvió a sí mismo. Saboreó en su propia carne el demonio por el que había visto a otros hombres y mujeres arrastrarse, la dignidad y la vida entregadas a cambio de un rincón oscuro donde entrecerrar los ojos y darse a la contemplación de otros presentes más halagüeños.
Dibujado en el humo que lo comía por dentro, Chen Yuan vio al principio placeres y venganzas, alegrías y aspiraciones. En el universo de los sueños, allá donde no llegaba la soberbia del hombre blanco, ni su desprecio, se creía a salvo de su propia soberbia, superado su propio desprecio. Pero el hada negra tiene élitros de espina, y quien quiera volar con ella debe saber que quedará ensartado en sus aguijones como un colibrí en un rosal. La fuerza de sus hombros cuadrados se convirtió en desidia capaz de rivalizar con los hombros hundidos de cansancio de aquellos otros hombres que eran mucho más inferiores que él. Tendido en los camastros de madera, agarrado a la pipa y encharcado en su propio vómito, Chen Yuan perdió toda sensación de altura que pudiera ponerlo por encima de los parias que antes había ayudado a esclavizar y de los que ahora era nuevo compañero anónimo. Con el paso de los meses, con la sucesión de las estaciones y los años, Chen Yuan olvidó que había nubes que no olían a aquella mezcla de opio y tabaco que los españoles habían inventado, por la simple razón de que se había olvidado de que una vez fue un ser diferente que tuvo aspiraciones y se nutrió del odio.
Todo quedó en el olvido. Su esposa, sus tres hijos, la modesta casa que quizá algún día podría haberse convertido en mansión. El cultivo del opio quedó al cargo de otros administradores, su vida en la ciudad se terminó cuando, en un esfuerzo de voluntad terrible, comprendió que había caído preso de las maquinaciones del hombre blanco. El poder que podía destruir al invasor había comenzado destruyéndolo a él, como destruiría a China entera, como acabaría con el emperador y el imperio celeste y las tradiciones tan largamente honradas desde hacía milenios.
Chen Yuan Tsan, que un día soñó venganza contra los europeos, ahora apenas era un guiñapo. De vez en cuando, entre una pipa y otra, entre una arcada de vómito nueva y una pérdida de orines vieja, reconocía las manos que lo atendían, los paños de agua fresca que colocaban sobre su frente, las palabras de consuelo y ánimo que pretendían rescatarlo de aquel aguijón en el que se había ensartado durante su vuelo. En momentos dispersos de cordura, entre platos de arroz y sopas de semillas de nuez con leche, lloraba la desesperación de saberse una marioneta rota. Y cuando volvía al sueño de humo y excremento, esperaba la llegada de un ejército imperial que expulsara a los extranjeros del país de los han y le devolviera, al menos, la dignidad de su miseria.
Quizá por eso no supo interpretar el sonido de las explosiones, el rugido de las culebrinas y los gritos cortantes por encima de los cascos de los caballos y los alaridos de angustia y el crujir del fuego. Había soñado en falso momentos similares, batallas que competían con los relámpagos en el cielo, combates singulares donde Chen Yuan se medía por igual con los europeos y con los dioses. Las manos que en otras ocasiones lo trataban con amabilidad lo zarandearon ahora, intentando en vano devolverlo por la fuerza a la consciencia. Reconoció la voz de su esposa, el llanto de su hijo más pequeño, los hipidos de desconsuelo de su hija. Y antes de darse cuenta, estaba fuera de la casa, que ardía como una tea a sus espaldas, corriendo campo a través, esquivando flechas y disparos, proyectiles que pasaban aullando sobre sus cabezas como los fuegos artificiales la noche de año nuevo.
Nadie sabía lo que estaba pasando, y Chen Yuan Tsan menos que ninguno de ellos. En su mente podrida por el hada negra quiso llegar a la conclusión de que era, por fin, el momento en que los occidentales se quitaban la careta y actuaban contra el emperador Daoguang, pero no pudo reconocer los uniformes estrafalarios de los europeos, ni el brillo de sus sables, ni el rugido de sus pistolas. Al contrario, quienes atacaban sus campos, quienes quemaban sus sembrados de flores de loto, quienes habían arrasado su casa y segaban las cabezas a sus criados eran, como todos, siervos del Hijo del Cielo. En aquellos momentos de pánico descontrolado, ninguno podía imaginar que era el cumplimiento de las órdenes de Lin Tse-Hsu, a quien el emperador había encomendado terminar con la lacra del comercio de opio que llagaba a su pueblo, lo que ahora ponía fin a la breve prosperidad que todos habían gozado.
Nunca llegaría a recordar Chen Yuan los detalles exactos de lo sucedido, y el hombre que renacería de esta experiencia cerraría en un calabozo de piedra y hierro la culpa y el remordimiento. A veces, en pesadillas recordadas o en sueños temidos, entreveía la bala de la culebrina que rompió en dos a su hijo Shang, los lotos de sangre que florecieron en el pecho de la pequeña Tsai Chin, el borbotón caliente que sustituyó a los brazos que lo instaban a seguir corriendo, corriendo sin parar hasta la orilla del río.
Cuando despertó, horas o días más tarde, Chen Yuan no dejó que la pena por lo perdido ahogara su corazón, igual que su cuerpo dominado por el hada negra no había dejado que las aguas del río, enrojecidas y revueltas, tiraran de él hasta el fondo. Una columna de humo negro se alzaba hasta el cielo, y mientras cerraba los ojos (los ojos verdes, los ojos del asco y el miedo) una voz en su interior, una voz nueva, le dijo que ese mismo humo había llenado su cuerpo y su mente, manejándolo a capricho como el viento ahora manejaba los dibujos que serpenteaban hacia las alturas. En medio del silencio de los campos arrasados, de la casa vencida y los cadáveres calcinados, Chen Yuan vio centuplicarse su odio, ya no solo hacia los demonios extranjeros que habían convertido a su patria y a su misma vida en un juguete cuyo destino era el fuego, sino también hacia los mismos servidores del emperador que, para salvar su cabeza, habían cercenado los brazos que encarnaban sus súbditos: su esposa, su hija, sus hijos.
Arrastrando los pies descalzos, tirando de sí mismo como si condujera la yunta con la que habría de labrarse un nuevo destino, Chen Yuan dejó atrás aquellos campos y aquella vida que ya había perdido, esta vez sí, para siempre. Una crueldad por otra, comprendió en esa larga marcha hacia su mismo encuentro que sólo puede responderse a la crueldad con la crueldad, que la espada del odio se rinde con más odio, y que no había ninguna diferencia entre los todopoderosos europeos y los todopoderosos señores del imperio. Unos y otros se merecían la misma suerte, la misma muerte, el mismo odio.
Había perdido la cuenta de los soles que nacieron y murieron sobre sus hombros cuando encontró la caverna y su futuro.
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