Es una profesión sin ninguna gracia. La de mi padre, quiero decir. Detective privado, nada menos. En España, y en una ciudad de provincias además, no es que sea nada del otro mundo. En la vida ha tenido mi padre que desentrañar grandes complots urbanísticos, ni asesinatos por conseguir herencias, ni le han partido la boca en enfrentamientos con policías corruptos ni ha seguido la pista de bellas rubias desaparecidas para encontrarlas sin piernas en el fondo de un río. Mi padre, que pese a todo se lo pasa de miedo con su trabajo, siempre ha dicho con orgullo que lo suyo son los cuernos. Como además son cuernos ajenos, miel sobre hojuelas.
Durante toda mi infancia, tener un padre detective privado fue algo así como imagino que debe ser tenerlo astronauta, o agente secreto, o actor de Hollywood o cantante de moda. Como la mayor parte de las veces mis compañeros de clase no se lo creían, pronto decidí decirles mejor que mi padre era médico, porque acabé hasta las narices de que me partieran la nariz porque se burlaban de mí, pero a alguno que otro bien que se le caía la baba cuando se daba cuenta de que no era trola mía (molaba mucho enseñarle algún casquillo de bala o la fotocopia de la licencia que conseguí hacer mía durante toda una tarde), y que era verdad que mi padre se dedicaba, cámara en mano y cigarrillo en la boca, a seguir con disimulo a la gente. También es verdad que a algunos en concreto no les hizo mucho chiste que sus propios padres se divorciaran porque precisamente el mío desenterró algún lío de faldas de su progenitor, y hasta de su progenitora, y tuvieron que pasarse luego el resto de los fines de semana de su vida atracándose de comida china en el mismo restaurante cada domingo y acudiendo religiosamente al cine a las cinco de la tarde.
Fue bastante peor en la adolescencia, y no es que la recta final de mi infancia fuera precisamente de color de rosa. Mamá se largó al día siguiente de mi cumpleaños. Decidió que no aguantaba más las neuras y los maltratos psicológicos de mi padre y que con once añitos yo estaba preparado para sobrevivir. No sé si lo estaba, pero lo hice. Aprendí a valerme por mí mismo, a lavarme la ropa y hasta a planchar y cocinar con cierta maña cuando descubrí que no podía alimentarme exclusivamente en los McDonald´s y Telepizzas. Por aquello del qué dirán, me apunté a un gimnasio y procuré ponerme todo lo fuerte que pudiera, que ya se sabe que hay mucho prejuicio y no me daba la gana de que mis compañeros de instituto me dieran la vara porque me dedicaba a cosas de niñas. El punto negro en la vida de mi padre (el segundo punto negro, en realidad: el primero y más doloroso creo que lo sufrió cuando lo expulsaron de la Guardia Civil) fue no haber podido encontrar jamás el rastro de mi madre. Por alguna postal que recibí más tarde (bueno, la recibió un amigo por mí), supe que estaba viviendo con un pianista mulato en algún lugar de Sudamérica.
Como pude capeé el temporal de tener un padre que nunca estaba en casa y que todo lo veía mal. Hasta le dejaba en el microondas un consomé o una tortilla para cuando llegara de madrugada, oliendo a tabaco y coñac y con la cámara llena de fotos comprometedoras. Pero empecé a pasarlas canutas cuando a mí también me tocó el turno de salir con los colegas y conocer de primera mano esa cosa que por lo visto da tanto miedo a los padres: la vida.
Es un coñazo que tu viejo se dedique a perseguir a la gente y crea que el mundo es malo en sí mismo. Otros amigos podían beber, fumar, hacer el cabra o partirse la crisma en una moto si les daba la gana. Yo nunca. Entraba en casa y allí estaba, por sorpresa, mi padre. Me olía de arriba a abajo y sabía si había fumado tabaco o algo más fuerte. Y la única vez que fue algo más fuerte (un porro de mierda que además me provocó arcadas), me la dio mortal. Estoy convencido de que hubo momentos en que analizó mi ropa, rebuscó en mis cajones y hasta rastreó mi pelo. Si tienes un padre detective privado, y encima es algo facha y paranoico, pronto descubres que hay ciertas cosas con las que no se juega. Contigo mismo, por lo pronto.
El recelo de mi padre hacia el mundo se había traducido en recelo hacia mí, mis amistades y mis estudios. Cuando le di a entender que quería ser abogado, poco le faltó para echarme de casa: mi padre tiene en tanta estima a los abogados como a las putas. No me quedó más remedio que hacer arquitectura, porque esa sí que era una carrera interesante, y aunque me partí los cuernos y estuve a punto de desesperarme más de una vez, conseguí aprobarlo todo y olvidé mi más que meditada decisión de mandarlo todo a freír espárragos y enrolarme en un petrolero o cambiarme de nombre e irme a pegar tiros como mercenario a alguna parte. Sé que no lo habría hecho mal: desde que era niño mi padre se encargó de enseñarme a manejar un arma, por si las moscas.
Lo mismo que inspeccionaba de arriba a abajo a mis amigos y estudiaba su pedigrí familiar y sus meteduras de pata, le dio por hacerlo con mis novias. El mundo es malo y feo y aunque yo era un inútil que nunca iba a llegar a ninguna parte, mi padre estaba dispuesto a soportarlo siempre que no demostrara que era un tonto del haba. No sé hasta qué punto le importaba la genética.
El caso es que espantó a alguna novieta sin esfuerzo alguno: nos pillaba magreándonos en el sofá en vez de preparar el examen, o la saludaba con una sonrisa helada por debajo del bigotito, o esperaba a que las aguas volvieran a su cauce y nos cansáramos el uno de la otra, que es lo que dicen que deben hacer los padres normales para no provocar en sus hijos el síndrome de Romeo y Julieta.
Pero mi padre podía ser cualquier cosa menos un padre normal. Mi padre era detective privado. El único detective privado de la localidad. Y cuando aparecí por casa con Rosa, con la que llevaba saliendo más de medio año y con la que empezaba a pensar en casarme en cuanto terminara la carrera y me contrataran en algún estudio, a mi padre se le cambió la cara.
Rosa es profesora de matemáticas. Tiene mi misma edad y unas piernas kilométricas. Educada, culta, simpática. Pero a mi padre se le metió entre ceja y ceja. Yo procuré pasar de sus comentarios, porque lo cierto es que me llevaba con ella de maravilla, en el cine, dando paseos interminables por la playa, en algún restaurante barato y sobre todo en la cama.
Un día mi padre decidió tener conmigo una conversación de hombre a hombre. Hacía dos meses que yo había terminado el proyecto de fin de carrera y estaba trabajando en un estudio en una ciudad cercana. Veía la libertad cada vez más cerca: pronto podría independizarme, buscar un apartamento e irme a vivir con Rosa. Mi padre tenía una idea diferente. En esa conversación de hombre a hombre me dijo primero lo que yo sabía ya que iba a decirme: que Rosa no me convenía. Y como yo no le hice caso, me dijo que estaba seguro de que me engañaba.
Le respondí que estaba loco y me largué de casa. Al cine, a ver una película yo solo. Dos semanas después, sin decir palabra, mi padre me demostró que no estaba loco (o al menos no estaba tan loco como yo pensaba), y que tampoco estaba equivocado.
Me entregó un sobre cerrado y dentro del sobre había un juego de fotos. En ellas, Rosa estaba en la cama con un tipo al que yo no había visto en la vida. Las fotos eran nítidas, perfectamente encuadradas, con la fecha sobreimpresa en la esquina inferior derecha. Comprendí que estaban tomadas desde una ventana y que lo que se veía, aparte de a Rosa debajo de aquel gañán, era una cabaña en el monte. A partir de la cuarta o quinta foto, comprendí también que el escenario había cambiado a la habitación de un motelito o a un apartamento cualquiera sabe en qué sitio. También había cambiado el tipo que la montaba.
A lo que se ve, mientras yo hacía las prácticas en la quinta puñeta, Rosa aliviaba su soledad y hacía amistades. Así es la vida, me dijo mi padre. Le devolví las fotos y lo mandé al carajo. Esa misma tarde la mandé al carajo a ella.
Sé que mi padre lo hizo por mi bien, como cuando me castigaba de niño en el cuarto oscuro o me obligaba a dormir sin la calefacción o me metía a la fuerza las cucharadas de medicina en la garganta. O como cuando de adolescente me daba la oportunidad de defenderme con los guantes de boxeo (yo me había apuntado a un gimnasio, ¿recuerdan?) de cualquier tropelía que él considerara que hubiera hecho y que podía rebatir demostrando ser un hombre. Tengo que reconocer que quizás por ese entrenamiento no derramé ni una lágrima por Rosa, y si bien desde entonces mi vida es un ligero desatino, también he de confesar que llevo un par de meses que no paro, yo también, de viajar de una cama a otra.
Desde hace unos cuatro o cinco años, por cierto, mi padre tiene una amiga especial. Viuda, todavía de buen ver, amable, simpática. No sé qué ha visto Elvira en él, y por supuesto que no se merece a un hombre como mi padre. Comprendo que la soledad es muy mala y la edad no perdona.
Tengo, por otra parte, un amigo experto en informática. Altera cualquier foto y resulta absolutamente imposible distinguir si son verdaderas o son trucadas. Va a ser por vuestro bien, papá. Por el tuyo y sobre todo por el de ella. Estoy seguro de que tú tampoco derramarás una lágrima.
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