Tenía dos manos blandas y una boca redonda, donde la barba de días parecía un rastro marcado, la sombra de un dibujo. En alguna época debió de ser joven, y hasta activo, aunque por la vida que llevaba supongo que sin el menor atractivo, que más quisiera. Pero en ese chicle gastado de sabor, infinito y desordenado de recuerdos que es la infancia ofrece ya siempre el mismo aspecto hosco, apagado, lento, aburridísimo. Como tantos otros tenía a la vera la posibilidad de centuplicarse, de anular la rutina de su vida y de su empleo, pero jamás lo vi leer más que una novelita de a duro, Corín Tellado, y pasaba las páginas con la parsimonia que permitían aquellos dedos gruesos, los mismos dedotes entre los que, para espantar el rato, dejaba caer las monedas de la vuelta de nuestras compras, mientras silbaba fiuuuu y nos entretenía otro cuarto de hora interminable. Yo creo que, además de lerdo, era un poco maricón. Agustinito el librero.
Las librerías de nuestra infancia/adolescencia fueron tres, cuatro si contamos a Bernardo el chopki y su baratillo de la plaza cada sábado, doce cajas de Cruzcampo y una tabla, y centenares de revistas, libros deslomados y tebeos viejos, y aromas de espliego y romero y menta y manzanilla y poleo y lavanda que acabó por heredar de un ex-combatiente jubilado que siempre estaba algo pocho y al que nos gustaba imaginar que había envenenado con una tisana o una puñalada por la espalda para quedarse así con la mitad del negocio y con su bufanda. Las tres librerías estaban a la misma distancia del colegio, cada una estratégicamente situada por los tres caminos posibles de acceso a él. La de más solera era sin duda la viejecita, o la viudita, jamás supimos bien qué nombre tenía en realidad. Tres hermanas solteras, o viudas, tres gildas siempre atentas y serviciales, devotas y confiadas, de collares repetidos y labios con mucho carmín sobre las arrugas, que nos dejaban fiados los tebeos y a quienes en pago cargamos con una deuda enorme que al menos yo no llegué a zanjar nunca, pues el cambio al instituto y luego a la universidad me impidieron, junto con el rubor, volver a pasar por aquel sitio. Eran señoras amables, muy de derechas cuando ser de derechas estaba mejor visto que luego, aunque no como más ahora, y me lloraron en la misma cara cuando mataron a Carrero Blanco y tuvieron el valor de soltarme una frase que no he olvidado nunca:
--Un señor buenísimo, que en su vida ha hecho daño a nadie.
Yo entonces a lo mejor pensaba lo mismo, o no pensaba siquiera, pero el comentario me hizo gracia y empezó a separarme, quizá ya esa tarde, de las hagiografías ad hoc y los telediarios con mensaje intrínseco.
También estaba la librería de la otra viuda (¿o estaba casada con un empresario invisible?), alta y gallega, que tenía tres hijas adolescentes siempre vestidas de uniforme gris a cuadritos chicos, y que nos permitía, más por impotencia que otra cosa, pasarnos las horas y las horas revolviendo entre los libros de la colección Alce (¿o era Reno?) sin que llegáramos a gastar ni un duro. Dado el nombre de la librería, la familia debía ser monárquica, o portuguesa, aunque Paquito Pérez de Lara le puso por mote "Estontil", y así la llamamos siempre, porque le venía al pelo. Es la única librería que conozco que no se convirtió en un banco, sino en una panadería. Pero eso es otro asunto.
Y estaba Agustinito el librero, con su barba cerrada y su cabeza redonda, y su cachaza infinita. Lo esquivábamos por eso, porque nos daban las mil y una esperando el cambio que, fiuuuuu, hacía resbalar entre los dedos, y porque era un carero que cobraba una peseta más por cada cartulina o cada papel de estraza azul, y hasta dos cincuenta por la barra gorda del pegamento Imedio.
Agustinito vivía en su oficio. Quiero decir que tenía la casa justo encima de la librería, por lo que pocas aventuras podría permitirse entre desayunos de galletas maría, cambios retrasados, almuerzos con pan migado, cartulinas enrolladas con precisión de matemático, cenas de sopa sin sobre y televisores en hifi y vamos a la cama para empezar al otro día. Vivía con una madre pequeñita y blanca, vestida con un traje eterno de gris y negro. Otra viuda, me temo.
Con el paso de los cursos Agustinito se fue volviendo todavía más hosco, más aparcado en el pasado, más protestón. Quizá fuera su fama de carero, o la competencia de las dos viudas de las esquinas, o que en efecto padecía un mal extraño que ninguno de nosotros sabía etiquetar, ni nos interesaba. Baste decir que corrió el rumor de que Agustinito estaba enfermo. O lo que es lo mismo, que estaba loco.
Como era lento, y carero, y no fiaba, pocas veces nos daba ya por pasar delante de su librería. Sólo muy de vez en cuando, porque las lluvias inundaban las otras calles o porque temíamos encontrarnos con Manolo Velasco o Nuñez-cara-búho y era mejor tirar por otra calle para que no nos partieran la cara, nos daba por cruzarnos por la librería de Agustinito.
Una de esas veces, justo llegando a la esquina, vimos a un puñado de chavales de otro curso echar a correr, entre las típicas risotadas adolescentes que huelen a hombre por terminar de hacer y a sudor agrio. Comentando cómo nos había ido la clase de recuperación de matemáticas, ni Paquito Pérez de Lara, ni Miguel Martínez ni yo le hicimos cuenta. Nos plantamos delante del escaparate y echamos una visual, como de costumbre, a las revistas de la semana, a los libros de bolsillo de Bruguera, a los tebeos de Mortadelo. Una novelucha de Clark Carrados, en las que yo invertía las tardes con tal de no estudiar el libro de física, me llamó la atención. Tengo que venir a comprarme esa, dije. Y mi anillo chocó con el cristal, aunque la verdad es que no recuerdo haber tenido entonces anillo.
Seguimos andando como si tal cosa y Paquito Pérez de Lara, que era reservado, modosito, impecable y con doble vida, según supimos luego, nos advirtió por lo bajini: Que viene. Y ni Miguel ni yo le hicimos caso. Que viene, repitió Paquito, y nosotros erre que erre, a lo nuestro. Que viene, que viene, Paquito con su paso menudo, sin dar zancadas ni alterarse un pelo. Y en eso que me vuelvo y lo veo allí, descompuesto, colorado, a punto de comerse las uñas. Que viene.
Y venía. Alzándose como una torre con camisa a cuadros, como una Masa con gorrita gris de felpa. Agustinito el librero. Yo no sé si saltó por encima de mi amigo, o si lo sorteó, o si le dio un empujón y siguió a por nosotros. Y no lo sé porque en el mismo segundo en que vi la cara roja de Paquito Pérez de Lara, y la mano camino de la boca, y la camisa de cuadros, y la gorrita gris, vi también las dos piedras que Agustinito llevaba en la mano, dos cantos enormes, y ni siquiera rodados, dos ladrillos inmensos que iban a estamparse contra nuestras cabezas, si nos pillaban.
Uno nunca ha estado en buena forma, ni siquiera a los quince años, pero Miguel Martínez y yo echamos a correr como si nos persiguiera el mismísimo Correcaminos. La frialdad de Paquito Pérez de Lara le salvó la vida, porque los cantos habrían hecho con su cabeza lo del chiste del eunuco que nos contó con nula gracia el profesor de ciencias; o sea, el Siu. El caso es que Agustinito lo ignoró como si no fuera con nosotros. Sus pasos resonaban por toda la calle, lo juro. Y hasta recuerdo su voz cavernosa, mascullando entre dientes, obcecada en su desproporción. Lo mismo estaba confundiendo con nosotros la broma de los chavales de antes, o le había herido en lo más hondo el golpecito de mi anillo inexistente contra el cristal de su escaparate, cualquiera sabe. Ese día, para nosotros, quedó claro que Agustinito el librero estaba loco perdido.
No se paró en la esquina. Ni en la siguiente. Ni en la otra. Era gordo, peludo, cuarentón y resoplaba, pero no nos lo pudimos sacar de encima hasta que llegamos hasta mi casa. Me imaginé la escena, Agustinito echando abajo la puerta con aquellos dos ladrillos, la cara de susto de mi madre, mis sesos despanchurrados por la esterilla. En el último segundo cambiamos de dirección y nos metimos en otro portal, y empezamos a subir escaleras como dos locos (bueno, tres, si Agustinito nos seguía). Llegamos a la azotea, empezamos a saltar de una otra, puesto que estaban comunicadas por una murallita de un metro, hasta que lo despistamos. Es la única vez en la vida que he hecho como en las películas, pese a lo absurdo: escapar para arriba.
Eso debió ser un viernes por la tarde, y vino a sumarse a otras anécdotas engrandecidas por el ansia de aventuras infantiles entre el tedio de la vida cotidiana, como el bastón alzado de Marchena Picuíto contra nuestras cabezas (aunque en realidad el mendigo se llamara Gregorio) o los paseos por los antiguos cuartos de los curas del colegio, entre cerraduras saltadas y sombreros negros volando de un extremo a otro de la clase de Josefina Junquera. Una aventura de un viernes, ya se sabe, apenas tiene gracia cuando llega el lunes, porque el episodio de Kung Fu, Investigación o El inmortal tenían más gancho y además solían salir tías con mejor escote, si llegábamos a verlas y no nos vencía el sueño.
Viene uno con esto a decir que la persecución de Agustinito y sus famosos cantos acabó por quedar reducida a un segundo plano poco importante, un susto imposible de comparar con las notas medias de química. No es que fuéramos inconscientes, ni que Agustinito en efecto estuviera como un choto, sino que éramos niños que dejaban de serlo. Pasaron una o dos semanas, o pasó un mes, o quizá pasó un curso, y aunque seguimos sin ser clientes fijos de la librería y sólo de vez en cuando bajábamos por el callejón de marras, saber que la espalda de un chaval en fuga es exactamente igual a la de cualquier otro nos permitía tener cierta seguridad de que Agustinito no iba a reconocernos nunca.
Y fue así como otro viernes, en primavera ya, tras el examen semanal de Lengua y el consabido comentario de texto (para mí, siempre, algo chupado) me encontré fuera de clase media hora antes que el resto de mis compañeros. Quizá ya Paquito Pérez de Lara se hubiera quedado retrasado un año, como se quedó retrasado en la carrera que si no le salvó la vida le ahorró al menos saltar como un mico de azotea en azotea, y a Miguelito Martínez ya se le había muerto la abuela y no me acompañaría por más que le esperara hasta las cinco y media. El caso es que recogí mis cosas, firmé mi examen y me marché solo.
De adolescente uno aprende a esquivar a los matones, a espiar qué calle toman las niñas monas caminito del Rebaño y, en mi caso, a saber qué día llega el reparto de tebeos de la semana, y hasta qué puede haber en el paquete. El día del reparto era el viernes, claro, y el paquete no sólo traía la reedición del Spider-Man de Steve Ditko con algún episodio inédito, sino la sorpresa de los nuevos títulos de Jorge y Fernando y Agente Secreto X-9. Fueron esos los dos tebeos que me llamaron la atención, por la novedad, mientras observaba a través del escaparate de la librería de Agustinito. Eran las cinco y dos minutos, y en la calle no había absolutamente nadie.
Entré en la librería, que tenía un cierto aire húmedo como de sacristía o almacén de zapatos. Allí estaba Agustinito, con una camisa de cuadros y una gorra de felpa sobre la calva; todo el pelo se le iba en los dedos y en los brazos. No he dicho antes que tenía unas gafas de carey, cuadradas y con cristales ahumados, y que era de esos tipos donde el efecto de sus ojos parece que te miran por encima del marco.
--¿Me da el Jorge y Fernando? -le pedí, sabiendo que lo mismo hacía un chiste a costa del título del tebeo, para variar.
Agustinito, como siempre, tardó en comprender de qué le hablaba, y todavía más en localizar el tebeo que tenía delante de las narices. Cuando por fin lo pescó, dio un paso hacia mí, y entonces se detuvo, y se llevó la mano a la frente, y me miró una última vez por encima de las gafas. Ya está, me ha reconocido, pensé. Es ahora cuando me da la del pulpo.
Agustinito no llegó a tocarse la frente, sino que se tambaleó, como un muñeco al que le cortan las pilas, y se quedó muy tieso, sin aire, y cayó recto hacia atrás, como un árbol talado, como si fuera un bloque, en una pieza de hombre, y se dio un cate de impresión contra la estantería de metal que tenía a la espalda, un golpe que sonó a cuadros y a libros desparramados, a papel revoleado por el suelo rojo y gris. No pensé, en la soledad de ese microsegundo, que se hubiera partido la cabeza, sino que se había cargado el estante, tan fuerte sonó el impacto.
Si Agustinito se quedó pajarito en el suelo, no menos quieto me quedé yo, al otro lado del mostrador, con los cuatro duros en la mano. El librero no se movía, ni trataba de levantarse. A cámara lenta una mancha roja se formó al lado de su cabeza, y aunque entonces yo no tenía televisión en color no había que ser sobrino de Pitágoras para comprender que era de sangre.
Rodeé el mostrador y me arrodillé a su lado. Lo zarandeé de un lado a otro, sin dejar de repetir su nombre y pensando que se había quedado en el sitio. No respiraba, no respondía, no era una broma ni un truco de maricón desesperado. Agustinito el librero se había matado en mis narices, ya era mala suerte.
Miré alrededor. En el suelo, mi tebeo, Jorge y Fernando y la Patrulla del Marfil y todo el misterio de las brumas de África. Pensé en cogerlo, pensé en mangar los otros dos tebeos que me llamaban la atención, pensé en largarme. Años de educación cristiana me impidieron vaciar la caja, pero no fueron suficientes para que no pusiera pies el polvorosa.
Sorteé el mostrador, dejando allí el cadáver del librero, salí a la calle que seguía vacía, como si en todos los televisores del mundo, en lugar de Joaquín Pratt y su programa de los viernes estuvieran dando la final de la Copa de Europa. Eché a correr y llegué a la esquina, la misma esquina donde, al volverme, vi aquella vez los dos cantos rodados de Agustinito el librero y su sonrisa de maníaco. Y entonces la educación cristiana pasó factura y pensé, con palabras textuales, palabras que recuerdo tan bien como la frase inmortal de la viejecita de la librería de la competencia:
--No, yo no puedo dejar a ese hombre así.
Volví calle arriba, entré de nuevo en la librería, me arrodillé otra vez junto al librero. Una mano en el corazón, y los latidos me indicaron que seguía vivo. Una ojeada a la cabeza y vi que la sangre manaba de un cortecillo sin importancia, poco profundo. O al menos poco profundo entre la desproporción del bollo que convertía el cráneo del librero en un enorme huevo de pascua, hinchado y algo azulino. Traté de levantarlo, pero no hubo manera. Agustinito estaba blando, caliente, y pesaba.
Salí a la calle otra vez. Un señor con chaqueta gris y corbata de seda caminaba despistado por la acera. Le eché mano al codo, tiré de él hacia adentro.
--¡Señor, señor! -dije, como si fuera un niño de un relato de Edmundo D´Amicis-. ¡Que Agustinito se ha desmayado! ¡Que no puedo levantarlo! ¡Que a lo mejor se ha muerto!
El hombre, aturrullado por mis nervios, no perdió demasiado los suyos y comprobó que yo no exageraba ni una pizca, sino que me expresaba la mar de bien dada la circunstancia del librero inconsciente. Debía ser médico, o al menos habría visto alguna situación parecida, porque de inmediato me dijo que cogiera a Agustinito por un brazo mientras él lo hacía por otro.
Sería médico, no lo dudo, pero tenía menos fuerzas que yo. O Agustinito era mucho más gordo de lo que dejaba entrever su camisa de cuadros o la inconsciencia lo convertía en un peso muerto que respiraba poco a poco, y babeaba un hilillo que olía a café con leche y madalenas Ortiz. Mis manos se hundían en su brazo caliente, una sensación indefinible que sólo muchos años después he podido asociar con el blandiblub. Tendríamos que haberlo arrastrado por el suelo, no intentar que se sostuviera solo, porque no se sostenía. Cuando Agustinito hizo ademán de caerse de nuevo, menos mal que estábamos preparados, e impedimos que se diera un nuevo cate de órdago, esta vez contra el mostrador.
Como no podíamos acercarlo a la silla, fue más cómodo acercarle la silla a él. Pero ni por esas. Una vez sentado, Agustinito se escurrió hacia adelante. Lo sujetamos y se escoró hacia el lado. Volvimos a agarrarlo fuerte y la cabeza se le cayó hacia atrás. La enderezamos y se hundió adelante.
--Oiga, ¿tienen cartulinas?
Una madre con tres niñas de uniforme gris a cuadros grandes. Desesperado, miré la hora. Dios, las cinco y media pasadas. La gente había empezado a salir del colegio.
--¿Me da el Diez Minutos?
Otra madre, ésta de mejor ver, con abrigo de espigas y gafas de sol y labios pintados. Un señor alto con boina o mascota nos vio liados con el cadáver del librero y no sospechó, menos mal, que estuviéramos perpetrando un atraco, sino que caló inmediatamente que a Agustinito le había dado un ataque de algo.
--Hay que ponerle los pies en alto -dijo desde el otro lado del mostrador-. Para que la sangre le fluya a la cabeza.
El hombre de la chaqueta gris y yo nos miramos. En ese momento sospeché muy mucho que fuera médico. Nos encogimos de hombros y volvimos a tumbarlo en el suelo. Si alguien piensa que iba a ser fácil, dada la afinidad de Agustinito con la ley de la gravitación universal, se equivoca, porque el librero había recuperado un dos por ciento de consciencia y ahora no se dejaba sujetar.
--Oiga, ¿tiene papel milimetrado?
--¿Y aquí quién atiende?
--¿Ha llegado el Lecturas?
Eran las seis menos veinte y la librería empezaba a convertirse en el equivalente gaditano del camarote de los hermanos Marx. Agustinito murmuraba palabras inconexas, japonés o algo así, o tacos algo macarrónicos, una parla de bebé de cien kilos con pelos negros por todo el cuerpo.
--¿Este hombre vive solo? -me preguntó el hombre de la chaqueta gris, en el colmo de la sensatez, aunque con retraso.
--No, con la madre, creo -contesté yo.
--Pues habría que buscarla.
--Debe estar arriba.
Total, que fui a buscarla. Me abrí paso entre el montón de madres pidiendo prensa del corazón, de niñas con uniformes de cuadros grises o con lacito azul, de niños con zapatos gorila y canicas melladas en el bolsillo, y entré más allá del sancta sanctorum de una cortina raída. Agustinito seguía en coma y a mí me tocaba encontrar al séptimo de caballería en forma de vieja.
Subí una escalera estrecha, empinadísima, adornada con plantas y retratos de señores muertos con bigote tieso. Entré en una habitación. Nada. Entré en otra. Una muñeca de Lola Flores sobre un televisor apagado, un paño de crochet, un tapiz de Kennedy y otro de Juan XXIII, un toro Fundador o Soberano. En el dormitorio había una muñeca antiquísima, otros dos retratos de cadáveres, ese tipo de gente que miraba a la cámara con el temor de que fuera a salir una mano a darles dos guantazos. La vieja tampoco estaba durmiendo. Si también está muerta, pensé, yo me muero.
En el segundo piso sonaba un estrépito mecánico, un glopita glopita tremebundo, como un tren de vapor o una destilería ilegal entre cuatro paredes. Habría pensado en el laboratorio del doctor Frankenstein si no hubiera tanta luz, tanta cal. Abrí una última puerta y allí que estaba la vieja, perdón, debí escribir la señora madre de Agustinito el librero, en el fondo de una habitación amplísima, que se perdía a la vista, contra una pared, cosiendo en una máquina que debía de ser del tiempo de los romanos, de espaldas a la puerta.
Me acerqué, entre sigiloso y algo mala leche. El estruendo de la máquina rivalizaba con el trino de un canario masoca que tenía potencia para sonar por encima del tartajeo de la aguja y la rueca. Por más que llamaba, la señora vieja no me oía. Estiré una mano, casi saboreando el momento, y como si estuviera tras la cámara de una película de miedo, zas, le posé la palma a la mujer en el hombro derecho.
La madre de Agustinito el librero soltó un grito que hizo enmudecer al instante a la máquina de coser y al canario desplumado. Lo malo es que me asustó a mí también, que grité, presa de los nervios. Qué pasa, me preguntó cuando comprobó que el corazón no se le había caído con el alfiletero y las bobinas de hilo.
--Su hijo, que se ha desmayado, que se ha caído, que no lo podemos despertar, que la librería está llena de gente, que socorro.
A mis explicaciones, algo atropelladas, la señora vieja sólo pudo decir:
--¿Qué?
Y le repetí más despacio la historia del susto que me había dado su hijo, todos los pormenores del desmayo. La señora no sólo era vieja, sino sorda y lenta, o estaba acostumbrada a este tipo de sobresaltos.
--¿Que se ha desmayado?
--Sí, su hijo. Abajo.
--¿Otra vez?
Fue así como supe que, en efecto, la enfermedad de Agustinito era eso, desmayos incontrolables, alguna especie de epilepsia o de problemas de riego sanguíneo, o quizá algo más grave, no lo sé. La parsimonia con que su señora madre recibió la noticia me dejó helado.
Bajé corriendo las escaleras. A codazos, me situé de nuevo detrás del mostrador, donde los clientes se apiñaban, convertidos en una turba que exigía pegamento Uhu, el Marca, el Hermano Lobo, La Codorniz, un pliego de papel de una raya, un cuaderno Rubio cuadriculado, un lápiz del número dos, el Romancero Gitano, un cartabón, una escuadra, el Personas, el Triunfo si no lo han secuestrado, el Cambio 16 si sí lo secuestraron, un compás, una goma de lápiz, Yo soy Fulana de Tal, una goma de tinta, y mi Diez Minutos si no es molestia, y papel de envolver, fixo pero que sea de la marca Tessa-film, un rotulador verde, un boli Bic de punta fina, o mejor de punta gruesa, una goma que huela a nata, un rotring del número ocho, el Diario de Cádiz si le queda, y mi cartulina que yo llegué primero.
No, señora, me mordí la lengua por no decirle, el que llegó primero fui yo. A comprar ese tebeo del rincón, el que está abierto en el suelo. Jorge y Fernando, de Lyman Young, dibujado en realidad por un aprendiz de lujo llamado Alex Raymond. Recogí el tebeo y lo coloqué en su sitio, ignorando a mi pesar el tamtam que batía desde dentro, llamándome a compartir el sueño de las brumas de África. A puntito estuve de empezar a atender la demanda y ponerme a vender yo mismo todo aquello, pero no sabía los precios y además tampoco era plan.
Pasaron otros cinco minutos. La señora madre de Agustinito el librero no venía.
--¿Pero tú has encontrado a esa mujer? --me preguntó el hombre de la chaqueta gris, que ahora estaba algo arrugada, como él, sudoroso e impaciente.
--Pues claro que sí. Dijo que ya venía.
--Pues no viene.
--Ya lo veo.
Agustinito levantó un poquito la cabeza y murmuró algo, una rima infantil, algo sobre el negrito del colacao, qué sé yo, bizco perdido y con aliento a café. Su cabeza seguía pareciendo un huevo torcido, un kalimero con cascarón ladeado.
Habían pasado más de diez minutos y la señora madre no venía. Ésta se ha matado en la escalera, como si lo viera, pensé. Estaba empinada y la buena mujer ya no debe andar para muchos sofocos.
Otra vez me abrí camino entre las manos suplicantes que exigían comprar de todo, me parece a mí que hasta cosas imposibles de encontrar en una librería, peines, botones, fantas, cosas así. Atravesé la cortina, subí las escaleras y allí que me encontré a la señora madre, pero no tendida en el suelo, no inconsciente, no muerta, sino bajando con mucha lentitud los escalones, y para no desaprovechar el momento iba regando las macetas con un cubo verde que llevaba en la mano.
Le tiré de la manga negra y gris, le metí prisa, exageré todavía más la situación caótica que desesperaba abajo. Ella me miró con malestar, como indignada por mi impaciencia, y siguió regando las flores, pasito a paso, hasta que llegó al despacho.
Agustinito murmuraba Abenámar Abenámar moro de la morería, o algo parecido, con la mirada arrugada y los labios bizcos. Fue entonces cuando me di cuenta de que se le habían extraviado las gafas, que andaban por el suelo, una patilla rota, un cristal descascarillado.
--¿Viene esa mujer o no?
--Viene, supongo.
Por fin la vieja llegó con nosotros y miró a su hijo caído sólo con una brizna de fastidio inferior a como me había mirado a mí. Agustinito ya respiraba, tenía los ojos desenfocados pero abiertos, la sangre ya no le corría por la oreja. No sabía ni como se llamaba, pero estaba vivo. Y la vieja le dijo dos malas palabras y empezó a vender papel milimetrado, compases de la marca Pelícano, revistas de la semana, gomas de borrar, sin equivocarse en el cambio más que lo justo.
Miré mi tebeo de Jorge y Fernando, que torpemente había colocado en su sitio, para que no me lo pisara nadie con el ajetreo o me robaran el sueño de las brumas de África. Miré el gentío que abarrotaba la librería. Miré a Agustinito medio repuesto y al hombre de la chaqueta gris, que daba una palmada y decía que bueno, que ya estaba por hoy. Desistí de comprar el tebeo, por ganas de largarme de allí en buena hora y comprendiendo que cualquiera se saltaba aquella cola, y me fui a casa.
Merendé ligero. Después de la aventura, no me apetecía demasiado el pan con chocolate. Puse la tele. Me aburrí. La apagué. Era viernes y, después de un examen, poco había que estudiar. Si hubiera podido comprar ese tebeo...
Salí otra vez a la calle y, advertido, fui a las otras librerías de la zona en busca de mi Jorge y Fernando. La viudita no lo tenía. En Estontil las cosas siempre llegaban con retraso. El kiosquillo de San José estaba cerrado, y en la otra librería de cerca del cine, donde había una niña la mar de mona a quien sentaban como nadie los jerseys negros de cuello alto, no sabían de lo que estaba hablando. Descubrí entonces que a Agustinito el librero, por algún arcano motivo que escapaba a mis entendederas, la distribuidora le servía el primero. Era esperar a mañana, o regresar.
Lo dudé muy mucho, esa es la verdad. Pero la pulsión del tebeo fue más grande. Además, ya había pasado más de una hora desde el lance. En la calle no había nadie, pasada la hora de la salida de los colegios y los agobios de cartulinas para los trabajos manuales del fin de semana. Me asomé al escaparate. Allí estaba Jorge y Fernando, con un pico doblado después del batacazo, y dentro la Patrulla de Marfil, y los legionarios colonialistas, y las tribus salvajes y la utopía años treinta construida sobre la mentira de las brumas de África. Y también estaba Agustinito el librero, sentado en su rincón, esperando al tiempo como el dragón a Bilbo.
Entré de todas formas. Uno esperaba que iba a ser la madre quien estuviera atendiendo el negocio después del shock, pero ni hablar, era él mismo. Tenía un esparadrapo gigantesco cubriendo el huevo de su cráneo, y un pedazo de fixo sosteniendo la patilla de las gafas. Se levantó al verme llegar, comprensiblemente de manera mucho más lenta que de ordinario.
--Hola -le sonreí, al comprobar que seguía vivo y salvo-. ¿Me da el Jorge y Fernando?
Agustinito el librero se giró y cogió el tebeo de su sitio, dio un paso hacia mí, se llevó la mano a la sien. Titubeó. Por un momento pensé que otra vez iba a darse un cosqui contra el estante. Sonrió, indeciso, despistado, como si estuviera experimentando un déjà vu, como si le repitiera un sueño en vida.
--¿Tú no has estado aquí ya antes? -me preguntó.
Solté los cuatro duros sobre el mostrador, pillé el tebeo al vuelo antes de que volviera a desplomarse, por si acaso. Ay, si yo te contara, pensé. Negué con la cabeza y me fui sin darle más tiempo a saborear la sensación.
Agustinito el librero había olvidado todo el incidente donde yo casi me muero y él casi se mata. Apretujé el tebeo contra mi pecho y por tercera vez en mi vida eché a correr por aquella calle abajo.
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