En la cueva, sobre el diminuto escenario, frente a nosotros, un muchachillo canta flamenco mientras el otro toca la guitarra. Por su edad, por su vestimenta, podrían ser cualquier otra cosa, cantantes de rap, o de eso que ahora llaman flamenquito. Junto a ellos, haciendo palmas sordas, vestida de negro y lunas blancas, una muchachita hermosa, sonriente, perfecta en su pose de estatua. Debe tener, calculo, y estoy a menos de dos metros de ella, poco más de veinte años.
Calla la soleá y ella se alza, recta, muy seria, y de pronto parece muchísimo más alta que hace diez minutos, cuando pasó por mi lado camino de las tablas. Ya no es una niña vestida de faralaes: la canción y la danza han cambiado su rostro, dándole una edad imposible, vertiendo ante nosotros no sus años, sino su legado.
Ya sólo queda, entonces, rendirse al rito hipnótico de esas manos, a las torsiones imposibles de su cuerpo, a la magia que se transmite desde hace cientos, miles de años.
El gesto.
Su rostro.
Comentarios (16)
Categorías: Visiones al paso