Lo veo casi todas las tardes, pero no lo he reconocido hasta hoy. Un viejo delgado, con bastón, con gorra gris. Un viejo delgado vestido de viejo, con gesto arrogante de hastío. Está siempre sentado en el alféizar de las ventanas del kiosco que adorna la plaza, más agotado que curioso, imagino que haciendo acopio de fuerzas para levantarse y volver a su casa.
Hoy, de pronto, lo he reconocido. No recuerdo su nombre, pero me he pasado media vida viéndolo en otro sitio, en el casco antiguo, en una esquina, atendiendo un puesto improvisado de revistas y periódicos que tenía en el suelo. No sé si se jubiló o lo jubilaron (tuvo problemas con algún concejal ultraconservador y algo estrambótico que le afeó que vendiera revistas pornográficas; o sea, el Interviú, fíjense ustedes), pero ya ni siquiera se le echa de menos en la esquina donde vendió prensa durante treinta o cuarenta años.
Qué curioso verlo aquí ahora, todas las tardes, delgado y con bastón, con la gorra gris, vestido de viejo, con el mismo gesto arrogante de hastío, sentado en el poyete de un kiosco que quizá, quién sabe, sueña que es el kiosco que nunca tuvo.
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