De él se dijo que era el mejor escritor en los cómics, pero no necesariamente el mejor escritor de cómics, o una de esas frases brillantes parecidas. Perteneció a la generación de jóvenes contestatarios que tomaron las riendas de Marvel (que es decir las riendas del comic-book mainstream americano) en los años setenta, el recambio natural de la generación de Lee, Kirby y Ditko, una generación que tenía cosas que contar porque miraba a su alrededor y, sobre todo, porque quería cambiar lo que veía a su alrededor. A hombres como Steve Gerber (que fue el mejor escritor de cómics de su momento, con frase brillante o sin ella) se les debe la osadía de ampliar el universo marveliano hacia rincones no explorados antes: la generación que vendría luego (la de Byrne y Claremont y Simonson y todos los demás, los polluelos que engendró Jim Shooter hasta que se le rebelaron y se acabó aquel Camelot) crearía uniendo la vieja magia de Stan and Co con la nueva magia de los años setenta, forjando la auténtica edad de oro del comic-book superheroico.
Steve Gerber ya no estaba a bordo. Demasiado sofisticado, demasiado experimental (auténticamente experimental, diría yo), había sufrido en carnes las mieles del éxito con series secundarias (es tabú tocar los viejos mitos, por eso es mejor crear mitos nuevos) a las que dotó de progresía, humor, desesperanza, denuncia y sátira, pero también ese éxito le rebotó en la cara cuando tuvo que dar carpetazo a uno de sus títulos más interesantes (Omega the Unknown) y dejarse de jueguecitos sexuales y políticos con su Pato Howard.
Leer a Gerber en aquellos años era a la vez un rompecabezas y una delicia. Rompecabezas, porque en España se publicaron sus títulos (los que se publicaron, claro, Howard sigue inédito prácticamente) desordenados, sin pies ni cabeza, uno de los males típicos de Ediciones Vértice, incapaz de seguir la pista de los personajes según fueran pasando de un título a otro y, además, con unas traducciones que no comprendían los matices, los juegos de palabras, los experimentos que Gerber hacía. Delicia porque sus historias tenían alma, tenían poesía y delirio, nos hablaban de héroes que no querían serlo y de malvados (brujos o empresarios) que de puro cercanos daban mucho miedo.
Gerber era contestatario, hippie de su tiempo, intelectual constreñido por un medio que no le rió las gracias y que, apenas una década más tarde, se las rió a su equivalente inglés, que tanto tomó de su Hombre Cosa. Se empeñó en una cruzada para recuperar los derechos de su pato y creó con el viejo Jack Kirby, otro cruzado incapaz de aceptar la derrota, una pálida sombra de su Howard llamado Destroyer Duck.
Luego quizá ya no estuvo a la altura. O el medio y yo mismo habíamos cambiado demasiado para que le prestáramos, todos, la atención necesaria.
Pero aquella historia del payaso suicida de El Hombre Cosa quedará, para siempre, como uno de los momentos clave del comic-book de todos los tiempos.
Se nos ha ido Steve Gerber. Una criatura de los pantanos de Florida se arrastra por las ciénagas más melancólica que nunca.
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