Sucedió ayer, en el autobús que me llevó a dar un involuntario recorrido por Castilla-La Mancha, cuando lo que yo quería era que me llevase, como me había traído, directamente a Madrid.
El conductor es un hombre joven, de treinta y pocos años, delgado, prematuramente calvo. Yo voy sentado justo detrás, intentando dormir aunque no lo consigo. Junto a él, en una de las paradas del recorrido, se sienta un hombre mayor, de rostro curtido, calvo también, vestido de inmaculado chandal blanco y lila: va a Madrid a ver el partido de fútbol. Entonces comprendí que era un conductor jubilado de la misma empresa. Ahora comprendo que tuvo que pasarse una tarde de goles de pura fábula.
Ellos charlan de sus cosas y yo trato, en vano, de dormir y aliviarme lo pesado del trayecto. Entre una y cosa y otra, se ponen a hablar de los objetos que se encuentran en los autobuses, ellos y otros compañeros, carteras olvidadas con sumas de dinero tan desorbitantes que no puedo sino pensar que están confundiendo pesetas con euros. Ambos reconocen que es de lo peor que puede pasarles en la profesión: el follón de tener que ir a la policía a denunciar el hallazgo de documentación y de dinero, las horas perdidas mientras se rellenan formularios y más formularios y, sobre todo, el temor a que quien recibe de vuelta el dinero diga que allí falta un pellizco importante.
Ambos los dos, según parece, han tenido experiencias en ese sentido. Y el joven conductor dice, muy seguro, muy confiado (y, sin duda, muy sincero), que no quiere un duro ajeno, que no quiere propinas de nadie en el caso de que localicen al dueño de los dineros, que jamás se quedaría con una cartera encontrada, por poco o mucho que la cartera contenga. Es, y se ufana de ello, un hombre honrado. Una buena persona.
La conversación entre ambos sigue. Yo ya no puedo conciliar el sueño. El hombre mayor comenta la prohibición del juez Garzón a los partidos abertzales, e imagino que con la sabiduría que dan los años y la tristeza típica española, comenta que lo mismo es hasta peor, que eso lo que acabará es con una nueva oleada de atentados con bomba.
Y entonces el conductor joven, y se queda tan a sus anchas, suelta la guinda:
--Eso lo solucionaba yo muy fácil. ¿Qué ponen una bomba? Se les pone otra. Las que sean. En un hotel, en una convención, donde estén. Con sus niños. Con sus mujeres. Con quien haya. Y que aprendan.
Definitivamente, ya no pego ojo en el resto del viaje.
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