Me lo cuentan el viernes, entre cervezas apresuradas y felices, porque llega el Carnaval y todo el mundo tiene ganas de salir pitando.
Un profesor está que trina porque ha recibido una carta en mano, ni sobre ni nada, del profesor particular de un niño o una niña, recliminándole (el profesor particular), sus criterios de corrección en un examen.
El profesor, que es perro viejo, comprueba que, en efecto, el examen está mal corregido. Sua culpa. Pero le queda la mosca detrás de la oreja.
Al siguiente examen, vuelve a entregar al niño o la niña lo que ha escrito, para que lo entregue en casa, lo firmen sus padres y, sí, le eche un vistazo el profesor particular.
Lo que el niño o la niña no sabe es que, perro viejísimo, el profesor ha hecho previamente una fotocopia del examen. Y, como ya suponía, la cosa cae por su propio peso: el chaval deja medio examen en blanco, y lo rellena justo antes de entregarlo al otro profe, al particular.
Ahora ha quedado en evidencia, criaturita.
La reflexión que yo me hago, ante semejante historia verdadera, es la siguiente:
1. Vaya moral la del niño o la niña, que da más crédito e importancia al profesor particular que al profesor-de-verdad, que es a fin de cuentas quien lo evalúa y firma las actas.
2. Vaya moral la del profesor particular, que sin saber cuál es su sitio, envía de aquesa manera una carta acusatoria al profesor titular, y encima sin sobre y sin nada. Coincidirán ustedes conmigo en que hay maneras y maneras de hacer las cosas.
3. Vaya moral la del niño o la niña, que es capaz de llevar su engaño hasta el extremo de entregar al profesor titular la salida de tono, equívoca, del particular.
En fin, ahora a ver qué dicen los padres de la criatura cuando se enteren de la historia completa. A ver si el viernes que viene, entre cervezas apresuradas y felices, me entero de en qué queda la cosa
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