Ni supersticiones ni leches, me dije muy ufano el final del año pasado. Se acabaron las tonterías de los buenos deseos, las lentejas, los anillos en las copas de champán, engullir doce uvas asquerosas a toda prisa, la ropa interior roja, colgar las chorradas de rigor. No es que yo odie la Navidad: es que odio el fin de año, así que decidí actuar en consecuencia. Un nuevo Scrooge para el año que entra, yo.
Así (y tengan en cuenta que además la semana pasada estuve chungo de salud, la factura de los primeros excesos que han impedido que se produzcan excesos nuevos), ni champán, ni uvas, ni ropa interior de colores (que esa no me pongo nunca, por cierto), ni buenos deseos colgando del árbol. Nasti de plasti. Se acabaron las supersticiones. Seamos chicos racionales. Hoy es igual que ayer. Mañana igual que pasado mañana.
De esta forma, empecé el primero de año como lo empiezo siempre: en coche, viajando solito del Puerto a mi casa, donde me espera siempre el ordenador y un par de horitas tranquilo donde escribo o traduzco y, a veces, le echo un vistazo a esta bitácora. Justo cuando estoy entrando en la calle perpendicular a mi casa, diez y media de la mañana, un gato negro hace amago de cruzarse en el camino de mi coche (recién salido del taller, oigan, la semana pasada).
Y en parte porque soy un chico bueno y en parte porque era un gato negro me desvío con el coche hacia la izquierda, para que el gato no me intersecte el camino y para no despanchurrarlo en la acera. Pongamos un fifty fifty entre no querer asesinar al bicho y no querer tampoco tentar a la suerte.
Día uno normal, el coñazo de rigor porque está todo cerrado, regreso al Puerto, se me llevan los demonios por la improbable e insoportable adaptación de Los Tres Mosqueteros con Jack Bauer, la niñera loca y Robin que pasaron ayer en Cuatro, y a eso de las seis y pico, vuelta a casa.
Y justo cuando estoy entrando en la calle perpendicular a mi casa, seis y media de la tarde, el coche hace clic clad prrrrrtttrrrrr y me deja tirado, a mí y a los míos, dejando un reguero de líquido. Kaputt. Finito. Morto in acto. Menos mal que nos abandona a una calle de distancia de casa y no en plena carretera. Tiempo de soltar los bártulos, de llamar a ADA, de esperar una grúa, porque el coche no arranca ni con rogativas.
El reguero de líquido, curiosamente, se ha producido justo en el sitio donde unas cuantas horas antes se me cruzó el gato de marras, y la huella que deja en el asfalto es justo-justo el trayecto complementsario al que tracé para esquivar al bicho, reflejado en un espejo, el camino que tendría que haber seguido por la mañana.
Para que luego digan. Una gracia. Ya me han dicho hace un rato que la avería es de las caras.
Anoche, el ordenador no me encendía. Esta mañana, el viento ha acogotado mi último paraguas.
¿Quedarán uvas de la suerte en alguna parte?
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