Se cumplen, por uno de esos azares del destino, treinta años de la muerte de Charles Chaplin, el cómico que los públicos angloparlantes conocen como “Charlie” o “El pequeño vagabundo” y a quien nosotros, residuo de la perdida herencia francófona, hemos llamado siempre “Charlot”. Un personaje que era (y quiero creer que sigue siendo) símbolo de todos los tiempos y de todas las razas y de todas las culturas: no en vano entre nosotros siempre hay quien tararea aquello tan sentido de “Me llaman Charlot yo soy un payaso original” que cantaba el Catalán y lo identifica como si fuera un personaje de nuestro carnaval. Chaplin fue un icono del siglo veinte desde el medio de la cultura popular más importante de ese siglo, el cine que ayudó a fomentar y donde experimentó hasta convertirlo en un vehículo perfecto para la poesía.
El azar quiso que muriera el día de Navidad. Él, que siempre había jugado a la indefinición creyente y el filo de la navaja de lo ideológico: hijo de un actor de vodevil borracho y de una actriz judía que acabaría internada en un manicomio, nunca se supo si profesaba el judaísmo él mismo, pero sí llegó a manifestar su antipatía hacia esta fiesta. Lo cual, viendo cuánto tienen en común uno y otra, no deja de resultar una paradoja simpática.
Porque Chaplin parece escapado, tanto en la primera mitad de su biografía como en buena parte de su cinematografía, de una historia de su tocayo Charles Dickens, y la Navidad que todos nosotros hemos aprendido a querer disfrutar, al menos hasta que la cocacola y las grandes empresas multinacionales la alteraran al consumo desenfrenado de luces, pavos y Santa Claus de mejillas sospechosamente coloradas, debe mucho a esa misma filosofía del escritor inglés: la dignidad de compartir en la pobreza, el respeto a la miseria, la amistad y el honor por encima de los convencionalismos del éxito y el relumbre. Chaplin sacó a Dickens del papel y lo llevó a la pantalla, convirtiéndose por medio de su método de rodaje (prueba y error, a veces sin un guión previo) en personaje de Dickens él mismo.
Desde la nostalgia por un pasado que no fue feliz, Chaplin consiguió hacernos sentir nostalgia y solidaridad hacia ese pasado. Desde el éxito que lo convirtió en multimillonario, Chaplin nunca olvidó de dónde venía, y cuáles eran los resortes sentimentales de ese público que conocía tan bien, pues se lo había metido en el bolsillo desde la infancia. Molido a palos, vencido tantas veces como vencedor, romántico y siempre pobre, en la abundante filmografía del pequeño vagabundo subyace el orgullo y la dignidad de quien no necesita otras posesiones y no conoce otro límite que el horizonte que siempre se abría al final de cada aventura.
La paradoja de que Chaplin, millonario y poderoso, se enfrentara a los millonarios y poderosos de la América adonde había emigrado, hizo de él un personaje público lleno de luces y sombras al que se pudo perdonar sus vaivenes románticos, pero no su ideología izquierdista. Aunque apoyó la causa aliada en las dos guerras mundiales, ser compañero de viaje del comunismo durante algún tiempo le pasó la factura de la imposibilidad de poder regresar a Estados Unidos, de ahí que pasara los últimos años de su vida en Suiza, donde murió.
Chaplin creía que el cine perfecto era el cine sin palabras, y lo demostró cumplidamente. Sólo a regañadientes, y superado ya por el paso del tiempo, consintió en hacer que su personaje hablara, y cuando lo hizo fue con ese discurso inolvidable de El gran dictador, su sátira de Hitler, que le copió el bigote: “Unámonos para liberar el mundo, para terminar con las barreras nacionales, para terminar con la codicia, con el odio y con la intolerancia. Luchemos por un mundo de la razón, un mundo en el que la ciencia y el progreso lleven la felicidad a todos nosotros.Vosotros, el pueblo, tenéis el poder de hacer que esta vida sea libre y bella, de hacer de esta vida una maravillosa aventura”.
Como la Navidad, Charlie Chaplin tiene el honor de hacer que quienes lo admiramos, al ver su obra, queramos ser mejores personas. Tanto amor y no poder contra la muerte…
(Publicado en La Voz de Cádiz el 23-12-07)
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