Nos habíamos convertido en un fantasma que arrastraba a sus espaldas las cadenas de su nombre. Todavía identificados como Colectivo Jaramago, cada uno de nuestros antiguos compañeros había ido desapareciendo de nuestras vidas poco a poco, regresando a sus mundos de origen, olvidando el sueño que nos había iluminado a todos un verano antes. Miguel Martínez, Vicente Sosa yo publicamos por fin nuestro fanzine de cómics, más por cabezonería que por ganas de hacer llegar algo nuevo, sabiendo que tampoco ibamos a editar jamás una segunda entrega que teníamos preparada desde hacía tiempo.
La intelectualidad nos había aceptado entre sus filas, y de vez en cuando la gente se nos acercaba para preguntar cuándo ibamos a sacar un nuevo número de Jaramago, pero nosotros sabíamos la cuantía de nuestras deudas y el problema que se nos presentaba para continuar adelante. Eramos una reputación con un pasado y sin futuro, un espectro sin cuerpo. Cuando el suplemento cultural del diario Arriba, más liberal de lo que cabría esperar de su título, nos auguró un gran futuro, sólo pudimos mover de un lado a otro la cabeza.
De todas formas, tras meditarlo mucho, empezamos a preparar el número seis. Descartada la imprenta, no nos quedó más opción que volver a las faldas de la copistería de siempre, que en esos meses de hiato había aprendido a manejar las máquinas y, al menos en McClure, nuestro fanzine paralelo dedicado al tebeo, no habían hecho un mal trabajo (ya no se veían tantas huellas de dedos).
Habíamos decidido olvidar para siempre la deuda que llevábamos a cuestas como una losa, y empezar la aventura casi desde cero otra vez. Sólo quedábamos ya cinco miembros en el Colectivo, aunque apenas nos veíamos. Y entonces Téllez se volvió a Algeciras.
Téllez había aprobado las oposiciones a funcionario de cultura unos cuantos meses atrás, y venía dándole largas a su madre desde entonces. La buena mujer se sentía sola e insistía en volver a la Algeciras natal, donde tenían parientes, casa, un ambiente menos hostil, otro tipo de recuerdos menos agrios. Juan José retrasó lo inevitable cuanto pudo, hasta que a final de verano se acabó lo que se daba. Rota la tensión por el lugar más fuerte, Téllez solicitó el traslado y le fue concedido casi en el acto.
Fue un jarro de agua fría sobre nuestros deseos de continuar con Jaramago. Téllez era el capitán, sin duda alguna, el que nos metía a todos en mil y un berenjenales, el que contagiaba a cuantos le rodeaban de una fiebre poética a la que nadie podía resistirse. Los demás, sin su entusiasmo, sus contactos, su torrente de idealismo y su palabra no eramos nada, no podíamos ser nadie.
Aun así, tratamos de seguir adelante, y en casa de José Ángel, en tres o cuatro tardes, montamos un número seis que regresaba a nuestros orígenes, olvidadas las veleidades de nombres y calidades supuestas, folios escritos a máquina y adornados por los dibujos del propio José Ángel. Dos novedades había en ese número: yo escribía por fin un cuento de ciencia ficción, «Cromosoma», y Juanito Mateos vencía la reticencia propia y la impuesta por los demás y se atrevió con un poema que no desentonaba de lo que habíamos publicado hasta el momento.
El número quedó entregado en la imprenta de los dedos negros, mientras el Comandante Cero ocupaba las portadas de todos los periódicos y el enemigo común que era Pinochet se olvidaba a cambio de Somoza y los americanos. Carolina de Mónaco, para nuestra desgracia, se había casado con otro mientras tanto.
Tuve que actuar unos cuantos días después, despierto tras la resaca, como un superviviente que aún no comprende la magnitud del naufragio. El Colectivo como tal estaba roto. El contacto sólo lo manteníamos regularmente Juanito y yo; ni siquiera sabíamos cómo había que localizar a Leo Hernández, y José Ángel siempre había sido un vampiro bohemio y libertario, en otra onda demasiado distinta a lo que habíamos venido haciendo. No lo pensé más veces. Una deuda a las espaldas era más que suficiente. Sin Téllez para servir de parapeto, sin gente que nos ayudara a vender la revista por las calles, el número seis acabaría pudriéndose en nuestras casas, un ramillete de versos apolillado e ilegible. No lo pensé más veces. Téllez y yo habíamos imaginado la revista en aquel autobús sudoroso. Ahora él ya no estaba. Me tocaba por tanto oficiar el responso.
Di una excusa tonta a la imprenta, algo de cambiar alguna página de sitio, y retiré los originales antes de que pudieran pasar por la máquina. Me los llevé a mi casa, entristecido, y los tuve guardados en un cajón hasta que Leo Hernández me los demandó, dos meses más tarde.
Se los entregué una noche de noviembre, en Salesianos, mientras el grupo de Manolo González Piñero bailaba en el escenario. Leo quería seguir a toda costa, conmigo o sin nosotros. Le entregué los originales y el poco dinero que había en caja (hacía unos meses que Juanito me había entregado la cajita de caudales azul), lo que había sobrevivido tras los tapeos en Los Lunares y la compra de algún tebeo.
Leo se llevó la revista, jurando y perjurando que la sacaría adelante él solo. Le deseé suerte, nos dimos la mano, nos dijimos adiós. Busqué en vano por las calles meses más tarde, pero Jaramago seis no llegó a nacer nunca.
Una triquiñuela legal nos permitió por fin hacer uso del voto a quienes aún no habíamos cumplido los veintiún años necesarios hasta entonces. Seis de diciembre. Ya me consideraban un adulto. Me acerqué a la mesa con la papeleta en la mano, mirando a todas partes, el carnet a la vista, ilusionado. Ibamos a votar la Constitución, a marcar el final de una época, o mejor todavía, el amanecer de un principio. Jaramago quedaba atrás, en el pasado, como la legalidad que enterrábamos ese día bajo millones de papeletas blancas. A partir de entonces habría que mirar hacia otro lado, escribir de otra manera, para otro público, en un mundo que era nuevo y partía en tabla rasa, desde cero.
Salí a la calle, saboreando aquel sacramento que siempre me ha sabido a poco cada vez que lo he vivido desde entonces, como un beso robado, como un pecho entrevisto. Bob Dylan cantaba en un transistor desde una ventana abierta. Me subí la cremallera de la cazadora de ante. Times are a-changin´, se escuchaba a lo lejos. Tenía razón. Cambiaban los tiempos. Había que seguir caminando, desde luego. Y de un modo u otro yo tenía que seguir escribiendo.
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Categorías: El anillo en el agua