El número cinco de Jaramago ya fue otra cosa. Era una revista de verdad, no un panfletito, con papel de calidad y buena letra, sin más faltas de ortografía que las precisas, bella de mirar aunque no se leyera. Los artículos y los poemas se estructuraban en una lógica matemática y lineal, sin dibujitos monos que facilitaran la lectura, porque las ilustraciones eran muy caras y, de todas formas, en aquel resplandor en blanco y negro no se necesitaban. La última entrega de Jaramago fue tocar el techo, llegar al cielo, imprimir de verdad una revista que hasta tenía depósito legal, aunque el nombre que tan bien nos identificaba siguiera sin estar registrado. Fue otra cosa, en efecto. Pero quizás ya no era nuestra.
La intelectualidad que se nos había acercado desde el acto de desagravio al veintisiete ocupó casi la totalidad de sus páginas, desplazando a un segundo plano a los autores noveles de los que nos habíamos nutrido en los primeros tres números, cuando de verdad parecíamos una revista de batalla y hasta nos lo creíamos. Los nombres de la generación poética inmediatamente anterior a la nuestra se adueñaron de las páginas, del espacio que tendría que haber sido de los nuestros (Téllez y yo no habíamos vuelto a publicar producción propia desde el número tres, conscientes de que nos podríamos estar quemando). Rafael de Cózar, José Ramón Ripoll, Francisco Bejarano, Jesús Fernández Palacios, Luis Gonzalo. Junto a ellos tal vez pasaran inadvertidos los autores (Antonio Anasagasti, Manolo Ruiz Torres, Leo Hernández), con los que por edad, por inocencia, por inmadurez o por estética nos tendríamos que haber sentido más identificados, más solidarios. Por calidad, por pura plástica, tal vez aquel Jaramago cinco fuese el mejor de todos. Pero ya no era nuestro. Habíamos cambiado.
Nuestro público también lo notó. Apenas nueve meses de democracia habían parido un ciudadano distinto, más hedonista, menos dado a contraculturas, más desconfiado, descafeinado. Los que nos habían seguido con entusiasmo semanas atrás ahora nos miraban con recelo, aterrados ante el olor a formalismo que desprendía la presencia de una revista que, cuando no era más que un puñado de papel verde, les encantaba y les seducía. Tal vez fuimos las primeras víctimas del desencanto.
Y seguíamos debiendo a la imprenta el dinero de la edición. Mis más agoreras profecías se venían cumpliendo, por desgracia, aunque Leo continuaba sin dar su brazo a torcer y vendía ejemplares como luego vendería fruta, a destajo, consciente de que aquellos papeles de hermosa factura eran algo suyo, algo importante. Incluso una medio novia que había conocido en un fugaz viaje a Barcelona, Coralito, había publicado un cuentecito infantil que nos parecía lo mejor de la revista, pero la partida de ejemplares enviada a Cataluña y vendida por las Ramblas tampoco fue suficiente para que nuestra deuda se saldara.
Nos habíamos puesto la soga al cuello, desde luego, como el dibujo de Manolo Rincón que adornaba con crudeza inaudita la portada de aquel número.
Nos dimos cuenta, porque no eramos tontos, de lo difícil que iba a resultar poder deshacernos de mil ejemplares de la revista, por muchas horas extra que le echáramos al asunto, ahora que ni la pandilla ni la infantería ligera estaban a nuestro servicio. El público que nos seguía empezaba ya a aburrirse de vernos las caras, y no nos pareció aconsejable, por esta vez, organizar un acto público donde se cobrara la entrada y exprimiéramos a cantautores o grupos de teatro (tampoco parecía probable que quedara aún gente con ganas de ver llorar sobre las tablas a los de siempre). No sé muy bien de quién pudo partir la idea, ni tampoco tenía mucho sentido después de diez meses en la brecha, pero la formalidad del número a imprenta se nos contagió en alma y decidimos hacer la presentación oficial del Colectivo.
Jesús Fernández Palacios nos echó una mano, sirviendo de anfitrión y maestro de ceremonias. En una de las salas pequeñas del Meneíto, donde apenas un par de meses más tarde escucharíamos a Fernando Quiñones leernos en primicia el divertido cuento de «Legionaria», Jesús se encaró a un público compuesto de cien o doscientas personas, desde una mesa vacía donde nosotros no estábamos presentes, insistiendo una y otra vez que éramos un grupo serio y formal, amantes de la poesía, gente responsable y preparada, un partidito, una delicia.
Tras los quince o veinte minutos de charla, cuando ya la gente se empezaba a preguntar por dónde andábamos, Leo Hernández se asomó a la puerta, vestido de tirolés o de pelele, con pantaloncitos cortos y los chapetones de las mejillas doblemente enrojecidos con carmín. Tocó una trompeta, un barrido de elefante que le puso a todo el mundo los pelos de punta, y al son de la música hicimos nuestra aparición desde detrás, dando saltitos y tarareando burum-bum-bum-bum, burum-bum-bum, como patos fuera del agua.
Estábamos presentes ya los que quedábamos en un Colectivo que hacía aguas: Leo y su pinta de marioneta sabia, Téllez con el viejo disfraz de Darth Vader del carnaval (no pudo resistirse a la tentación), José Angel vestido de tipo raro (es decir, con su ropa de siempre y un bigotito mefistofélico que no sé si era pintado o verdadero), Juanito Mateos con chaqueta y corbata y gomina de capitalista, encarnando el sueño que algún día pretendería ser, y yo mismo con peluca roja y pintada la cara de camfort blanco, haciendo el payaso.
El público se quedó de piedra.
Tomamos la mesa, mientras Jesús se despedía, y sacamos de los bolsillos los folios que teníamos preparados, ripios parafraseando la Canción del Pirata que habíamos escrito Téllez y yo esa misma tarde.
Aquí llega Jaramago,
viento en popa,
a toda vela.
Sólo cuesta pocas pelas
y lo vendemos aquí.
Fuimos recitando estrofas similares uno tras otro. Cabíamos a dos por barba, y a mí me tocó el dudoso honor de recitar la última de ellas:
No tenemos nunca un duro
y vivimos de prestado.
Si quieren hacer preguntas
aquí nos tienen sentados.
Y entonces, al unísono, ocupábamos las sillas ante la mesa. Esperábamos una ovación, la carcajada, el reconocimiento a nuestra broma, a nuestro ingenio. Pero en el público no se movió ni un alma. Hasta las moscas dejaron de volar y se pegaron el gran trompazo contra el suelo. No hubo ni una sola pregunta por parte de quienes creíamos eran nuestros seguidores, los destinataros de nuestras gracias. Fueron momentos de absurdo total, casi de espanto.
Sentado entre el público, junto a Jesús Fernández Palacios, vi un rostro que me sonó conocido, delgaducho y demacrado, como de Richeliu canino o de Juan Sin Tierra algo zorruno, la caricatura de sí mismo, un palo de escoba vestido de negro, con inmensas ojeras que le abarcaban el rostro todo. Un poeta de verdad, aunque no sabía su nombre en ese momento. Lo supe luego: Jesús había invitado a Carlos Edmundo de Ory, que había escapado a su exilio autoimpuesto por conocernos y que ahora nos miraba con gesto de disgusto.
No sé si le molestó no ser reconocido por la masa asistente a tan curioso y fracasado acto, o si de verdad le parecimos lo que sin duda éramos, unos payasos sin más explicación, pero el caso es que el poeta se levantó hecho una furia y se marchó al poco rato, seguido por el bueno de Jesús, que intentaba convencerle de lo genial de nuestros argumentos, de que éramos gente seria, magníficos escritores, unos chicos sensatos, castos y puros. El insigne poeta nos acusó de frívolos, de vacíos. Tenía razón, por supuesto, pero no creo que hubiera para tanto. (Muchos años después, Carlos Edmundo de Ory hizo el payaso también, pero a lo grande, vestido de no se sabe muy bien qué, pregonando el Carnaval desde la plaza de San Antonio, recitando tonterías postistas a un grupo de borrachos que tampoco le entendían ni le hicieron puñetero caso. A lo que se ve, nuestro mal era contagioso).
Los minutos, tras la marcha del poeta, se estiraron, sin que nadie quisiera participar de nuestro happening. Tan solo la llegada de un par de botellas de champán, y la exagerada actuación de quien las compró para abrirlas y brindar a escote por nosotros nos sacó un poquito las castañas del fuego.
Nos resistiríamos todavía unos pocos meses, pero ya todo había terminado. Nuestro poder de convocatoria se había roto. Alguien nos acusaría de habernos aburguesado, y tal vez fuera verdad, pero en la calle el cambio se había hecho ya patente y no estaban los tiempos para experimentos literarios.
Nos quedaban todavía unos pocos meses, sí, pero esa noche en el Meneíto nos anunció que a partir de ese momento sólo nos esperaba ya bajar la cuesta.
Comentarios (0)
Categorías: El anillo en el agua