Téllez, Juanito, Leo Hernández, Pedro Alba, José Ángel, quizá todavía Miguel Martínez y yo eramos los únicos miembros de Jaramago que quedábamos ya en activo. Nos reunimos una tarde en casa de Pedro, intentando decidir nuestro futuro y qué hacer a continuación, superado el listón de los quinientos ejemplares vendidos del número cuatro, pero con mucho esfuerzo. Tal vez se nos subió a la cabeza el precio de la fama, o andábamos demasiado escaldados con el feo resultado estético de una revista a la que le habíamos echado tanto cariño y horas de trabajo, pero el caso es que allí mismo se decidió, casi por unanimidad, que el número cinco sería editado a imprenta. La única pega, que a mí me aterraba, era el desorbitado precio a pagar, lo que luego se traducía en aumentar una vez más el coste de cada revista, y también en el incremento de la tirada inicial: para no acabar con pérdidas había que vender, en mano, nada menos que mil ejemplares.
Yo siempre he sido un poco chinche, pesimista, más conservador que mis amigos o sencillamente más cobarde, pero allí mismo pude ver, mientras Pedro y Leo jugaban con un cráneo humano que me producía repelucos y piedad a partes iguales, que nos ibamos a poner la soga al cuello. La fiel infantería había desaparecido de nuestras vidas, la revista ya no la podríamos vender a quince pesetas, sino a cincuenta, y con apenas seis o siete miembros del Colectivo nos iba a costar sudores de sangre amortizar la trampa en la que nos estábamos metiendo. No hubo tu tía. El entusiasmo de Leo Hernández fue más fuerte que mi agorera insistencia.
Aquello era el principio del fin, pero no sé si lo sabíamos, si nos importaba siquiera.
Juan José Gelos era un progre socialista y sindical con cierto prestigio de hombre interesado por la cultura y un físico que andaba entre Gepetto e Ignacio Salas, el de la tele. Como toda la intelectualidad de la época vivía en letargo, olvidadas las capacidades artísticas por las veleidades políticas, pero se dio cuenta de que algo nuevo se cocía al socaire del Colectivo Jaramago y decidió, no sé muy bien a santo de qué, hacernos una entrevista para el Diario. Tuvo la elegancia de no ser muy descarado y jugó a ser objetivo e invitó también a los representantes de la competencia, por lo que allí nos vimos todos, en el saloncito de una casa vieja decorada en estilo moro y latones hindúes, con cojines en vez de butacas y cuadros improvisados de Ghandi y Winston Churchill.
En la entrevista estuvimos en plan patoso y libertario, sin llegar a creernos que pudiéramos tener la importancia de acaparar una página entera del periódico de nuestros mayores, y declaramos las payasadas de rigor que todos los jóvenes, desde los Beatles, han creído únicas de su ingenio y su protesta. Téllez y yo, como siempre, llevamos la voz cantante y allí dijimos aquel chiste, ya mencionado antes, de que nos considerábamos marxistas porque Groucho era un genio.
La entrevista salió a toda plana, con foto incluida, y sirvió para incrementar nuestro prestigio en la ciudad, al menos por un día, pero también acabó por buscarnos algún problema. No teníamos papeles en regla, ni los queríamos. La ilegalidad, en una democracia donde muchos detalles seguían estando atados y bien atados, venía con nosotros como una bandera corsaria y romántica, de afirmación y rechazo, y no queríamos desprendernos de ese aura. Las circunstancias tampoco nos lo permitían.
Nuestra fugaz aparición en el Diario nos dejó al descubierto ante un mundo oficialista y bien reglado donde la cultura debía tener un número, una marca, una seña. Estaba muy bien que fuéramos poetas y nos quisiéramos comer el mundo, pero eso no se podía hacer por libre. Necesitábamos un carnet.
Esa misma semana nos llamaron del Meneíto porque la nueva Delegada de Cultura quería vernos. Y acudimos en seguida, ?quién dijo miedo?
Carmen Pinedo era una mujer inteligente que suplía con elegancia su falta de belleza. Militaba en la ucedé, pero como con vergüenza, con achare, y no me extraña que después acabara en las filas socialistas, porque nos pareció más liberal de lo que su partido pregonaba. Vino a explicarnos más o menos lo mismo que he escrito arriba, y dio a entender que incluso ella se la jugaba por permitir que una célula ilegal como nosotros funcionara de forma descubierta en territorio tan estrecho. Luego trató de seducirnos con el canto de sirena de subvenciones y otros préstamos de fondos públicos si pasábamos ante la vicaría. Nosotros no queríamos ser un colectivo juvenil, en cualquier caso, pero el inminente y caro número cinco de la revista y la enorme deuda que íbamos a dejar detrás nos convencieron mejor que la Delegada de Cultura. Prometimos intentar legalizarnos en un plazo futuro, con lo que la pobre mujer se quedó más tranquila (no sé si estábamos dispuestos a cumplir lo acordado).
A punto de marcharnos ya sonó un chasquido, un trueno lejano, como una explosión difusa que no supimos identificar. En la calle lo comprendimos minutos más tarde. Una manifestación de pescadores en huelga había acabado convirtiendo a San Juan de Dios en zona de guerra.
Como siempre que pasan estas cosas, eran más de las dos de la tarde, y teníamos cierta hambruna y prisa por regresar a casa. No había autobuses en la línea principal, comprendimos que por el hecho de que la Plaza de San Juan de Dios y sus inmediaciones estarían cortadas por los manifestantes, impidiendo el paso a un lado y a otro a tráfico y peatones. Cruzamos medio Cádiz y nos llegamos hasta el Hospital de Mora, bajo el drago, a esperar la aparición de otro autobús verde que nos llevara por una línea distinta. Cuando pasó otra media hora y advertimos que ninguno acudía, supimos ya que la cosa era más fuerte de lo que se escuchaba desde lejos.
No tuvimos más remedio que tratar de volver andando a nuestras casas. Para cortar camino, nos dio por callejear, sorteando el barrio del Pópulo y sus aceras empinadas de cascotes, el club Pay-Pay donde imaginábamos orgías y prostitutas deslumbrantes a pesar de que el aspecto era de lo más desalentador que se servía en cabarets, y cuando llegamos al Piojito cometimos la torpeza de tirar hacia abajo, hacia Santo Domingo, pasado el meollo donde suponíamos la manifestación, en vez de continuar paralelos al mar por la zona de arriba.
De vez en cuando, en aquel silencio de miedo roto por los estruendos de los disparos al aire, nos cruzábamos con gente armada con palos y con piedras, con banderas y bufandas que les tapaban el rostro. No sé, ni me interesa, si eran o no de verdad pescadores, pero allí se estaba fraguando un incidente aún más salvaje que los que habíamos vivido unos meses atrás, cuando Astilleros y el sector naval fueron los protagonistas de otras huelgas y otras represiones implicacables justo enfrente de mi casa, sobre la vía del tren, cuando los vecinos repelieron las cargas policiales lanzando desde las ventanas cuanto encontraban a mano, desde lavadoras a macetas.
El Piojito, donde yo había conocido a Vicente Sosa y compraba mis tebeos de superhéroes cuando era niño, estaba desierto, abandonado a su suerte. Lo cruzamos, y al llegar a una calle perpendicular nos encontramos de bruces con una barricada ardiendo. Era la primera vez que vivíamos en directo una cosa así. Sorprendidos, asustados, no supimos si retroceder o seguir adelante. Por detrás, de vez en cuando, se escuchaban pasos corriendo y estampidos más controlados. Pensamos que teníamos el enfrentamiento a nuestras espaldas y, sin detenernos a pensar, saltamos la barricada en llamas y salimos a la calle Sopranis, apenas a treinta metros del convento de Santo Domingo donde Téllez y Manolo y los demás refugiados del coro habían pasado parte de su adolescencia.
Nunca he estado en San Fermín, ni ganas que tengo, pero de pronto pareció como si nos hubieramos teleportado a otro mundo, a un encierro salvaje que amenazaba con arrastrarnos entre pañuelitos rojos (aquí verdes), y destellos de cuernos o periódicos. A nuestra derecha, copando la entrada al convento, un batallón de policías, los cascos calados, los escudos prestos. A nuestra izquierda, agitando palos y lanzando piedras, un centenar de jóvenes alborotadores. Iban a darse de hostias de un momento a otro y nosotros no habíamos tenido mejor idea que aparecer justo en medio de la batalla, un deus ex machina bastante inoportuno que no iba a resolver nada, sino a complicárnoslo.
Corrimos calle abajo, hacia los manifestantes, que ya empezaban a lanzar las primeras piedras. Apenas acabábamos de refugiarnos entre ellos cuando comprendí que, siguiendo ese camino, sólo nos esperaba San Juan de Dios, el centro mismo de toda la trifulca. La única posibilidad de desaparecer de aquel jaleo que nada iba con nosotros estaba más allá de la policía, rebasado el convento, camino de casa.
No sé muy bien por qué demonios me volví y, pegadito a la acera, andando muy despacio, llegué a la esquina, bajo un centenar de gritos y la algarabía de otras batallas lejanas. En la esquina, al apoyarme contra uno de esos cañones invertidos que adornan muchas calles del casco antiguo sin motivo aparente, me quemé la mano con el contenido de una ampolla de cristal cuyo origen todavía desconozco. Los policías conversaban a pocos metros más allá, tal vez tan asustados como nosotros, pero conservando el tipo. Había diez o doce, una lechera, un resplandor de fusiles y de armas. Yo sólo tenía que acercarme y decirles que iba camino de casa, que acababa de hablar con una representante del gobierno, que me dejaran continuar caminando, por favor, que tenía hambre, pero visto el panorama no me atreví a hacerlo. Pasmado, mucho más despacio que antes, me di la vuelta. Uno de los policías me vio en ese momento y, todavía más despacio, se echó a la cara el arma.
Seguí caminando como si tal cosa, con los ruidos ahora apagados por el martilleo de mi corazón acelerado. Una detonación muchísimo más fuerte que las demás tronó a mi espalda, y entonces supe que no me había dado porque, según había leído en algún sitio, la bala llega a la víctima antes que el sonido, cuestión de velocidad y leyes físicas. En efecto, la bala de goma pasó volando a un metro y pico de mi cabeza, para perderse entre rebotes por las camisas abiertas de los manifestantes. Entonces eché a correr y me metí en una casa brindada a tal efecto, como casi siempre, por una anciana solidaria y compasiva. Allí dentro estaba ya Juanito Mateos, preguntándose por qué había hecho aquella locura de encaminarme a la boca del lobo. No pude, no supe contestarle.
Un buen rato después salimos de la casa, callejeamos hacia la calle Plocia y de allí, tras cruzar a la carrera el Callejón de los Negros y la Fábrica de Tabacos, llegamos a la estación. La batalla, desde ese sitio a salvo, se veía lejana, casi bella. Regresamos andando a casa, todavía con el corazón en un puño, acalorados, preguntándonos qué podría haberles sucedido a Téllez y Leo, que nos acompañaban esa mañana.
Los dos aparecieron al día siguiente, Leo con los ojillos satisfechos, Téllez con la espalda dolorida, marcada de arriba a abajo por el tajo de una porra. El policía que lo abatió no hizo preguntas, ni pretendió hablarle de poesía. Sólo vio que era un muchacho que escapaba de sus botas y no tuvo tiempo de llegar a la puerta que se cerraba. Durante semanas, mientras le duró el dolor, Téllez mostró aquella huella del golpe como si fuera la herida de un veterano de guerra, pero seguro que hubiera preferido no tenerla.
(Nuestro intento de legalización quedó en agua de borrajas cuando Juanito, encargado del papeleo, nos confesó agotado que con la burocracia no había manera: pólizas, impresos, fés de bautismo, avales, declaraciones juradas, más papeles y muchas, muchísimas firmas. La subvención prometida, si rebasábamos alguna vez aquella carrera de obstáculos, vendría en un futuro demasiado lejano para nuestra impaciencia. Preferimos seguir en la brecha ilegal, esclavos tan solo de nuestro capricho. Juventudes de ucedé y pequeños cachorros socialistas se quedarían más tarde con el oro prometido y nunca visto. Que les aprovechase, tanto mejor. Nosotros saboreábamos la independencia).
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Categorías: El anillo en el agua