Manolo Ruiz Torres, aquel chico calladito que nos acompañó como una sombra la noche de carnaval, ya había publicado alguna cosilla en Jaramago, un cuentecito torpe de ciencia ficción, y estaba a punto de formar la trinca de poetas de nuestro complemento «A tientas». Manolo era, como Téllez, de Algeciras, un muchachito largirucho y con las mejillas picadas que, hundidos los hombros, parecía mirarlo todo desde abajo cuando, por su estatura de gran poeta, tendría que mirarlo desde arriba.
Manolo era carlista, o eso decía, y la boinita roja venía de herencia de abuelos o quizá fuese reliquia propia, no lo sé. Se le veía entonces un poco fuera de lugar, como si sólo estuviera medio él, timidito y modoso y con ganas de no respirar muy fuerte por si se molestaba alguien. Menos mal que aquel carlismo era más folkórico, ganas de hacerse notar, supongo, que otra cosa más seria.
Manolo dejó la prosa en buena hora y empezó a escribir poemas algo ingenuos al principio, pero con mucha sonoridad, con unas imágenes muy bellas que a mí me encandilaron desde el primer momento. Eran poemas de cosas de todos los días, los desaires y las contradicciones que ibamos viviendo en propia carne, sin recubrir de esa pátina falsa que vuelve incomprensible y rebuscada a otras poesías. Y además, entre mazazo poético y pistoletazo sentimental, soltaba chisporroteos de humor negro, una bilis anti-romántica despendolada y moderna que iba abriendo camino a un estilo original y divertido, a un lenguaje perfecto y propio, como cuando escribió un libro entero (no sé si inédito todavía), y lo llamó Échale la culpa al bugi, como la canción de los remozados Jackson 5 que torturaban nuestros oídos de jóvenes no dispuestos a claudicar nuestras ideas ante el avance ya implacable de las discotecas.
Manolo recitaba, como Téllez, con ese acento cantarín algo cargante, como de monaguillo en ciernes, que tanto he visto en todos los poetas de verdad, desde Jesús Fernández Palacios y aquel salvaje «sangre, sangre, sangre», al propio Rafael Alberti y su canturreo peculiar ya algo senil. Nadie mejor que él para recitar sus poemas con aquella cadencia monótona que se convertía en pura música.
Manolo nos acompañó en lo que sería ya la última etapa de nuestra revista, pero coincidiríamos después en otras aventuras conjuntas, para mi fortuna. Manolo escribía porque, en confesión propia, no era feliz, lo cual me parecía una forma muy sencilla de expresar lo que todos veníamos haciendo, y además tuvo la honradez de cortarse la coleta cuando parece que consiguió serlo, para desgracia de todos aquellos que nos sentíamos identificados con su poesía más que con ninguna otra (en vano le suplicábamos que sufriera un poco y volviera a los folios).
Por entonces, contagiado del virus poético que me rodeaba, yo también empecé a escribir versos, lo siento, lamentos amorosos que vendría a estilizar durante un par de años, hasta que no tuve nada más que decir, y que siguen inéditos por ahí, supongo que para mi suerte y la de quienes me leen. Al principio, los poemas me salían de tres en tres, y es así como me los recuerda siempre Téllez, aunque pronto superé ese estigma trinitario. No creo que mis poemas fueran nada del otro jueves, porque tenían el terrible problema de que se entendían, aunque el hecho de que a Manolo Ruiz Torres le gustaran me llenaba de un orgullo algo tonto de padre.
Manolo, Téllez, Juan José Iglesias y alguno más acudíamos de vez en cuando a recitales en barriadas y centros culturales recién abiertos (lo mío, con sólo seis o siete poemas en mi producción, ya era echarle valor al asunto). Se nos presentaba como si fuéramos la quintaesencia del arte poético, como si aquellos tres o cuatro chavalitos que hacían versos en lugar de andar ligando en las playas o los institutos vinieran a suponer la reencarnación de Machado o de Lorca. Invariablemente, tras el recital, venía un breve coloquio con viejecillos libertarios o maestros de pueblo con ínfulas de descubridores de talentos.
—¿Y a vosotros se os podría considerar una generación?
No lo decía por la edad, evidentemente, sino con el deseo algo tontorrón de inventarse allí mismo otro 27 (no queríamos para nada otro 36). Nosotros ya sabíamos que no lo éramos, o que no lo íbamos a ser, ni nos importaba. Escribíamos nuestros versos ya que ligábamos más bien poco, y queríamos fortuna, fama y gloria, desde luego, pero tampoco nos quitaba el sueño no pasar a la posteridad con una aureola de plata en el retrato de viejos carcamales, con bigotes y cicatrices de boli en los libros de texto de Anaya.
Manolo Ruiz Torres, calladito y meditabundo, fue quien contestó a una de aquellas preguntas impertinentes que nos refregaban por la cara, antes de tiempo, que siempre ibamos a ser unos fracasados sin remedio.
—Claro. La generación del choco frito.
Así nos dio por presentarnos durante algún tiempo, en recuerdo de aquella contestación airosa y de los papelones de pescao frito que nos comíamos tras los recitales o después de ir de paseo con la panda. Era un nombre que nos gustaba mucho, muy definitorio, muy a contraviento, pero ni por esas pasó a la historia.
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