El número dedicado al 27, por fin, decidimos editarlo en un sistema nuevo, no demasiado caro, revolucionario para la época: el offset, más calidad que la multicopista, más barato que las fotocopias, el vehículo ideal para reproducir dibujos si no teníamos dinero para pagarnos una imprenta.
Hubo un problema. Se nos acababa el año y en la copistería donde enviamos el material no nos aseguraban que el número estuviera en la calle antes de que nos tomáramos las uvas. Eso nos planteó una situación algo desagradable, porque lo que queríamos era que el número quedara como constancia palpable de que alguien, en todo el país, se había acordado del cincuentenario del 27 (Ana siempre fue una chica muy despierta), porque con tanto ajetreo político nadie más parecía haber caído en ese detalle. De nada nos valía que la revista estuviera terminada el tres de enero: la fecha se nos habría escapado ya de todas formas.
Recurrimos a una solución intermedia. Jaramago 4 no estaría en la calle hasta una semana después, pero el año no podía despedirse sin nuestro homenaje al 27, faltaba más. Téllez recurrió otra vez a la agenda, solicitamos el salón de actos del Meneíto (en las vacaciones de Navidad en el Instituto Columela no había un alma), y lo llenamos una vez más de público y estrellas, sin cobrar una peseta ni poder vender la revista allí mismo, y eso que la habríamos agotado en un abrir y cerrar de páginas.
No fue sólo un maratón de canciones, porque eso ya lo habíamos hecho hacía un par de meses y nosotros buscábamos ser originales a toda costa. Téllez llamó a actores, a poetas, y a cantautores y grupos por igual, y todos pusieron su granito de arena para conmemorar el acto, recitando no solamente poemas propios, sino obras de Lorca, de Rafael Alberti, de Dámaso Alonso o de Vicente Aleixandre, que acababa de ganar la lotería del Nobel hacía apenas unas semanas. Allí estaban Jesús Fernández Palacios, que recitó su respuesta a las Coplas de Juan Panadero, acompañado a ratos por Serafín, que les había puesto música; y José Ramón Ripoll, recitando con voz aguardentosa el primer poema que habíamos de escuchar dedicado a Manuel García y alguna tauromaquia donde ponía a bajar de un burro a Antonio Machín, por haberse muerto y haber sido cubano y no castrista; y la Teatral Cámara, que representó en un apagón total algún fragmento de la «Noche de Guerra en el Museo del Prado», iluminados por una vela que a pique estuvo de quemar el telón; y Fernando Quiñones, ladeado y quijotesco, quien para ser más original que nadie leyó cosas de Neruda, que también nos valía, y recitó con mucha gracia aquello de «Luis el Mula tenía, ¡ay Pedro Romero!» con lo que se metió en el bolsillo al público a la vez que se hacía propaganda (he escrito antes que Juan José Téllez era el mejor relaciones públicas de sí mismo que conozco; a Fernando también habría que darle ex-aequo el mismo galardón).
Entre el público, algo ausentes, Vicente Sosa y yo revisábamos el primer ejemplar recibido del Mètal Hurlant francés al que, a mi nombre, se había suscrito huyendo de las críticas despectivas de su padre. Ninguno de los dos sabía ni una palabra de francés (ya me escocía bastante la oportunidad perdida con Claudine), pero la ilusión por tener en las manos un tebeo en otro idioma resultaba más fuerte que la barrera del lenguaje. Era, como nos sucedería después con los comic-books americanos, saberse por unos meses adelantado al país, poseedor en exclusiva de unas historias que, cuando las leyéramos en nuestro castellano, nos causarían sólo desinterés y aburrimiento.
Eso fue un treinta de diciembre, catorce días después de Star Wars. Nuestro homenaje al 27 en su cincuentenario se cumplió por los pelos, pero ahí quedaba.
El número 4 nos lo pulimos una tarde en mi casa, en la cocina, trabajando a destajo y con tijeras y pegamento sobre planas de cartulina de tamaño gigante. Lo primero que hicimos fue deshacernos de la greca rococó y dejar el título de la revista desnudo, sin más flores. Nos ilusionaba la idea de probar un sistema de reproducción que nos iba a permitir ser prolíficos en ilustraciones que ya no tendrían que ser rayones marcados sobre un frágil cliché, y de todas partes sacamos fotos y dibujos que sirvieran de complemento ideal a los artículos y versos. Creo que nos pasamos un poco.
Con ese número cuatro, en cierto modo, la revista ya había dejado de ser nuestra. Muchas firmas ajenas se adueñaron de las páginas, dándole un sello que suponíamos de calidad, centrándose en el 27 pero incapaces en su mayoría de transmitir una imagen sensata de lo que querían expresar (a mí, al menos, casi todos me parecían un aburrimiento). El hecho de contar con firmas conocidas (Jesús Fernández Palacios, José Ramón Ripoll y Carlos Álvarez, que nos cedieron en exclusiva poemas inéditos) nos hizo sacrificar un poco aquella propuesta primera de dar a la luz la poesía de gente nueva por el tirón de unos nombres que a lo mejor tampoco iba a reconocer nadie.
El punto de originalidad, como siempre, lo pusieron los comics, una bella contraportada de Carlos Forné y una historieta sobre textos de Téllez dedicada a García Lorca que le ilustró más bien con pocas ganas Miguelito Martínez. Eran dos páginas en teoría, pero Miguel ya estaba en otra órbita, preparando el comic con el que aparecería en el fanzine McClure, y lo comprimió todo en una sola plancha. Había demasiado texto en los dibujos, pero tampoco se notó demasiado. Fue uno de los momentos más bajos de la producción de Miguel, que quizá temía que Téllez le acaparara la mano derecha para siempre y nunca más le dejara dibujarse cosas propias.
La portada la hizo Vicente Sosa sobre la marcha, con mis rotrings que chorreaban tinta y acabó por romper, el vestigio de la época en que yo también quise ser dibujante. Las gafas a las que yo me acababa de encadenar posaron para la posteridad, bajo una luna blanca y una luna negra, junto a un olivo reseco, rotas de un disparo, compartiendo cartel con tres casquillos de bala (eramos así de simbólicos). Un poema de Carlo Frabetti, reproducido sin autorización a partir de una revista publicada en contra del atentado a «El Papus», terminó de redondear lo que era una bella alegoría, aquel verso de «Siguen tus asesinos, Federico, partiendo voces y cortando manos» que nos remitía directamente a Víctor Jara y sus carceleros.
Perdimos un centenar de veces las tijeras, gritamos, nos manchamos de pegamento y estuvimos a punto de asfixiarnos por culpa de las colillas de Vicente (ni Téllez, ni Juanito ni yo fumábamos; soy el único que ha seguido fiel a esa promesa), pero por fin el número quedó terminado. Borrachos de trabajo, no pudimos evitar rellenar los huecos con comentarios al margen. Caímos directamente en el panfleto un par de veces, pero mereció la pena.
La decepción nos sacudió de arriba a abajo cuando recogimos las revistas de la imprenta. Los tonos negros se habían corrido, con perdón, las fotos quedaron quemadas, o diluidas, y la tinta de los escritos, multitud de veces, se veía letra sí letra no (le echaron la culpa a la cinta de mi máquina). Además, cada dos por tres encontrábamos entre los renglones huellas de dedos, como si la policía hubiera estado fichando a alguien mientras imprimían el número o los encargados de la copistería hubieran querido dejar también su impronta en nuestras páginas, a las que confundieron con el paseo de la fama hollywoodiense. La solución era más sencilla: en la copistería habían experimentado con nosotros y habían fracasado miserablemente en su labor. Quizá por eso, y no porque la revista careciera de depósito legal (esa fue la excusa), su atentado a nuestro trabajo quedó sin firma, sin que se responsabilizaran de sus manazas negras.
Con todo, pese a la guarrada que al final quedó, los dibujos de Miguel y Carlos Forné se veían algo mejor que en el cliché electrónico, y con las grapas centrales y las páginas dobles la revista tenía otro empaque que la hacía hasta atractiva.
Para que el paso al offset no nos diera la puntilla en el acto nos vimos forzados a aumentar de nuevo la tirada, y el precio. Quinientos ejemplares a cinco duros, era ya un riesgo, pero Leo Hernández parecía dispuesto a compensar él solito el retraso de seis meses en aparecer por el Colectivo. Costó algo más de trabajo de vender que los viejos números en multicopia, pero se logró. Lo más curioso fue que los progres que nos seguían, después de ver el contenido dedicado al 27, tras leer el poema de Frabetti y admirar embelesados la portada, nos preguntaban, invariables:
—Ah, ¿pero Lorca tenía gafas?
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