Vicente Sosa jura que estuvo a punto de partirme a cachitos por robarme el tebeo que yo llevaba, pero creo que exagera: el tebeo tampoco era gran cosa, un Mètal Hurlant francés, el número dos o el número tres, que por arte de magia me había encontrado en el baratillo del inefable tío de la plaza de mi juventud (ignoro cómo demonios pudo acabar allí). Vicente me conoció en el Piojito, en otro baratillo que no existe ya, y se me acercó mordiéndose los nudillos, como casi siempre, y me pidió echarle un vistazo, a lo que accedí. En vano intenté entablar conversación (en aquellos días era muy raro encontrar a alguien que entendiera de comics y, aún más, que le gustaran): Vicente estaba clavado a los dibujos de Rich Corben. Me devolvió la revista y se marchó sin decir ni mú. No volví a saber de él hasta cuatro meses más tarde.
Fue en una de esas revistas hermanas de Tótem, Blue Jean o Bumerang, donde leí un anuncio de un tal Vicente Sosa que deseaba contactar con aficionados gaditanos para editar un fanzine. Recurrí a la guía de teléfonos y di con él. Vicente ya sabía que yo iba a llamarlo. Nos identificamos y quedamos ante el Cine Imperial, donde ya habíamos visto o íbamos a ver La Locura Americana o aquel Agente 69 Jensen con su jeque semental y los jadeos en alemán de Irma la dulce. Convoqué a Miguel Martínez. Juanito también nos acompañó.
Vicente era más joven que nosotros y se le notaba. Era alto y cargado de hombros, con la barba cerrada y el pelo ralo, como cubierto de polvo. Fumaba mucho y todo él olía a tabaco. Decía Conán, con acento en la a, y le gustaban los Humanoides Asociados y Richard Corben (tiempo tendría de despertarse). Vicente dibujaba unas historietas de ciencia ficción pura, con muchas rayitas y mezclando aguadas y acuarelas que le arrugaban el papel. Su rotulación era infame, ilegible, con las oes negras y apretujadas. Vicente no tenía paciencia: lo que quería hacer estaba muy lejos de su habilidad con la plumilla y acababa estropeando unas páginas que, de entrada, eran preciosas.
Vicente estudiaba en un colegio pijo y tenía un padre inspector de hacienda, aunque no se avergonzaba de ello. Había un perrazo negro que se llamaba Russon y nos ladraba histérico desde debajo de la cama, y un hermano pequeño y delgaducho que todavía no se parecía a Bruce Springsteen y dibujaba unos monstruitos de ojos enormes con técnica insuperable. Creo que también tenía una hermana, pero no la veíamos nunca (siempre bajaba por un ascensor mientras nosotros subíamos en el otro).
La idea de Vicente de editar un fanzine de cómics nos pareció de perlas a Miguel y a mí, que no teníamos suficiente con el ajetreo de Jaramago, pero no nos pusimos de acuerdo en cuestión de títulos. Vicente quería unos titulares impactantes y metálicos, cosas como Quasar y Aldebarán, mientras que nosotros seguíamos erre que erre con Amra o Camelot. Al final, hubo consenso y decidimos llamar McClure a un fanzine que todavía tardaría en aparecer un año entero.
No sólo de Jaramago revista vivía el Colectivo. Téllez debía tener alguna espinita clavada como ex-promotor y relaciones públicas de los Sin Nombre, y en seguida nos embarcó en la organización de actos culturales en una ciudad que seguía dormida y a la que pretendíamos sacudir, a ver si estaba viva o muerta. Además, tras el empujón que dio a las ventas del número uno el recital de Alberti, nuestra maltrecha economía nos aconsejaba mover el cotarro para deshacernos de la inminente tercera entrega con la excusa de una conferencia o un concierto.
Dicho y hecho. En menos de una semana Téllez gastó las hojas de su agenda y engatusó a todo el mundo que cantaba, por solitario o en parejas, en grupos y tríos, con letras de producción propia o poesías ajenas. Miguel se encargó de hacer el cartel para el evento, una ilustración a doble folio del Pensador de Rodin con casco de obrero y el lema «Paro» grabado encima de la visera. Ya he dicho que Miguel dibujaba muy bien pero no era muy sutil, y desde luego con aquel afiche no anduvo muy fino. Lo fuimos pegando por todas partes, o entregándolo a establecimientos que no querían saber nada de actos políticos y se sorprendían al comprobar que era una cosa inofensiva de canciones, pese al tío de piedra del casco ridículo. Luego sólo nos quedó ya esperar, los dedos cruzados, a ver si había suerte y conseguíamos agotar también el número tres de la revista, que la hubo.
El salón de actos del Instituto Columela se abarrotó de público deseoso de escuchar el legado sonoro de una gente que esperaba algún día emular a Raimón o a Lluis Llach, pájaros cantores ilusionados que acabarían desvaneciéndose en el tiempo como sueños en una dictadura. Estaban todos. Fue un maratón de ocho horas, un caudal de guitarras y timbales y estribillos coreados desde la platea. Miguel y yo hicimos de presentadores hasta que nos cansamos y dejamos que los artistas se las apañaran solos. Alguno de ellos, atrapados en el recital sin tiempo a repasar el repertorio, pegaron en las guitarras una chuleta indicadora que, con los focos delante, no podían leer con claridad. El público se dio cuenta para cachondeo generalizado, pero nadie pidió que le devolvieran el dinero (la entrada fue gratis, éramos así de desprendidos), ni se deshizo de la revista vuelto una furia.
Allí estaba Serafín, con su barba redonda y su jersey de cuello alto, cantando historias propias con un estilo que nos recordaba a Patxi Andión o a Labordeta; y Julián, rubio y algo descafeinado, que cantaba las canciones de Serrat pero cambiándole detalles a la letra (yo era un purista y eso me molestaba un poco, pero es que sustituir aquello de «murió el poeta lejos del hogar» por «murió Antonio» no sólo me parecía una descortesía para el autor, sino una familiaridad indigna para con el poeta); y Charo Barrios, que cantaba muy tiesa, con voz de cristal, retorciendo las manos, como Nacha Guevara; y Ana Forero, pequeñita y pechugona, que escribía sus propias canciones y estudiaba filosofía y letras y nos encandilaba con su voz y su presencia (también nos intimidaba por otras causas). Antes de que Ana Belén se convirtiera en musa, nosotros ya teníamos a otra Ana por bandera. Fue el primer maratón que organizamos, y como los otros que luego vendrían resultó todo un éxito.
(La ciudad, por cierto, no estaba muerta ni estaba viva. Estaba zombie).
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