Todo el mundo tenía cabida en el Colectivo, incluidas las niñas de la panda si hubieran querido hacerlo. Todo el mundo menos Miguel Ángel el coñazo.
Miguel Ángel tenía la cara azul por haberse empezado a afeitar temprano, y una tonalidad venosa en la piel entera. Era delgaducho, como si estuviera siempre de perfil, con culo de pato, y acudía a orinar cada pocos minutos, descompuesto, para cachondeo general de cuantos lo tratábamos y despreciábamos (una cosa iba pareja con la otra; era inevitable). Miguel Ángel encarnó en aquella adolescencia postrera al lerdo del que todos se burlaban, al blanco de las bromas pesadas si lo hubiéramos considerado lo bastante importante para perder con él un minuto de tiempo. Miguel Ángel era un poco gilipollas, pendenciero y pedante, pesadísimo, y se las daba de ser mejor poeta que todos nosotros, aunque no escribía ni era capaz de hacerlo, y de saber más a fondo de cualquier tema que se le tocara de paso. Lo suyo era un complejo de inferioridad sublimado, nos dábamos cuenta, pero se hacía cargante. Tenía un leve acento gallego que él fingía castellano y estaba convencido, aunque se apellidaba López o García, de ser descendiente del Cid Campeador, lo que terminó por sacarnos ya de quicio.
Miguel Ángel era un pobre cretino que luchaba por la integración, en la pandilla y en el Colectivo, posiblemente hasta en el mundo, pero no sabía jugar sus cartas y acababa metiendo la pata cada vez que abría la boca, incapaz de controlar su desprecio hacia los demás él tampoco. Creo que es la única vez en la vida que hemos sido racistas a conciencia: es muy distinta la caridad cristiana del ascetismo zen, y nosotros no estábamos por la faena.
Téllez acabó frito de sus desplantes y de sus modales de mayordomo inglés (porque a lord no llegaba, aunque él se imaginara encarnando el papel), y como el galleguiño de las narices insistía en saber más que ninguno de todos los temas, le preparó una trampa saducea y se inventó a un poeta exiliado, del veintisiete o el treinta y seis, un tal José de Samaniego, cuyos poemas estaba leyendo en teoría, aunque los escribía él mismo cada noche. Miguel Ángel, obviamente, a todo le decía que sí, y explicó no sé cuántas poesías que había leído de aquel autor creado sobre la marcha, e incluso reconoció haber estudiado y aprendido de memoria alguno de los que Téllez le mostró. Cuando Juan José le descubrió el pastel, Miguel Ángel se negó en redondo a admitir que le hubiera tomado el pelo de una manera cruel y vergonzante (es posible que al principio se confundiera con el fabulista, pero más tarde ya no quiso dar marcha atrás), y hasta volvió un par de días después con un par de espantosos poemas propios que quiso achacar al escritor imaginario. Se le notó el truco en las faltas de ortografía.
La tarde de agosto en que todos nos reunimos en la azotea Miguel Angel esperaba en el patio, cerrado el paso a la reunión, intentando dilucidar si su escaso éxito se debía al mal aliento o al desodorante ajenos. No pedía la entrada en el grupo, la exigía. Téllez ya no aguantó más y al término de la reunión lo echó con cajas destempladas, agrio y antipático, la autodefensa a la que nos obligaba su pesada insistencia de sabelotodo insufrible. Los demás aplaudieron.
No le volvimos a ver el pelo, pobre diablo.
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