Téllez vivía no demasiado lejos de mi casa, y muchas tardes yo me pasaba a visitarlo, a compartir el tesoro de sus libros de verdad y sus poemas escritos en un papel muy fino y borroso, casi de seda. Se nos iban las horas escuchando a Carlos Cano, que nos daba la murga, y despotricando de Pinochet y lamentando la suerte de Allende y Víctor Jara. El terror infantil a vampiros y momias se vio sustituido en la adolescencia tardía por historias truculentas de torturas, manos cortadas y guitarras enmudecidas a golpes de sangre.
Téllez tenía algún libro pesadísimo de Tierno Galván, y más de una vez comentamos que del batiburrillo de partidos socialistas todavía en la clandestinidad y el montón de siglas paralelas y contrapuestas debería surgir un único Partido Socialista de España. Aunque se sentía entonces próximo al PSOE(r), sueño del que despertaría como todos, con un regusto amargo en la boca, Téllez era un chico solidario que anhelaba la unidad. Si la O de la sigla sobraba, no era gran problema (en el partido alguien aplicaría ese principio diez años después, pero desde luego no por los motivos ni con los resultados que nosotros esperábamos).
Téllez estaba por la reconversión: cogió a un puñado de chicos y chicas del coro y les escondió las partituras marianas y los transmutó en un grupo de canción protesta. Lo que no pudo lograr fue que desapareciera el soniquete monjil, los u-u-úhs acompasados que seguían teniendo un tonillo conocido, un tufo mareante a incienso y eucaristía. El grupo llevaba el originalísimo nombre de «Sin Nombre», en homenaje a cierto restaurante de San Juan de Dios con su barra en forma de barco amarillo y que tenía bautizado en el casco precisamente ese absurdo.
Téllez les escribía canciones larguísimas de estribillos de tarareo facilón, pero muy complicadas de aprender para cualquier insensato que se quisiera considerar seguidor de ellos. Consciente de sus limitaciones, porque jamás he escuchado a nadie que cante peor, Téllez acompañaba a sus muchachos como si fuera la madre de una folklórica y se colocaba en un segundo plano discreto y engañoso, sin decir esta boca es mía durante un buen rato. Invariablemente, entre las víctimas del público siempre había algún gracioso que advertía a aquel gordo callado con el pelo grasiento y la bufanda azul marino. El cachondeo a su costa empezaba justo cuando el grupo se callaba, tarareando más bajito sus u-u-úhs claustrales, y Téllez daba un paso al frente, se subía las gafas como si fuera Azaña y comenzaba a recitar lo mejor de su cosecha.
Pese a lo ridículo que aquello pudiera parecer, y de hecho lo era, el efecto que producía en la concurrencia era letal. Los poemas de Téllez (en realidad, la parte recitada de aquellas canciones larguísimas) eran un revulsivo, una arenga. Aquel gordo del que más de uno empezaba a burlarse se sacaba los folios del bolsillo y de ser un relleno (bastante grande) entre los cantantes del grupo pasaba a convertirse en una versión masculina de Amaya, el centro del escenario, una especie de curita progre que decía barbaridades con mucho arte.
Papaíto de mi vida,
quisiera saber por qué
se queja tanto el obrero
si lo tratamos tan bien.
Era un canción burlesca, el diálogo entre un niño pijo y su papá empresario. Téllez había hilado demasiado fino esta vez, adoptando el punto de vista de los que criticaba para acentuar la chanza, pero la pinta de sus acompañantes no favorecía al mensaje de la canción. Con los u-u-úhs, las guitarras, las panderetas y su claro pasado como miembros de organizaciones católicas, los Sin Nombre parecía que lo cantaban en serio. Fue un fracaso.
Ya muy cerca de las primeras elecciones, en plena borrachera ideológica, la gente no necesitaba niñatos que los aleccionaran, ni estaba por hacer más esfuerzos intelectuales que los estrictamente necesarios. Téllez se encaró con el público y, entre abucheos, les reprochó que no hubieran entendido la canción. Después de aquel desplante, se despidió de su carrera en los escenarios para siempre.
Vivíamos con una canción en los labios y el corazón en un puño, temiendo un golpe de estado que cortara nuestras ansias de libertad como se apaga una vela o se rompe una carta. Montejurra, Atocha, Vitoria, terroristas de izquierda y de derecha, Guerrilleros de Cristo Rey, FRAP, GRAPO, Triple-A, la larga sombra de ETA, sindicatos en la clandestinidad, exiliados que regresaban con marcapasos y manos manchadas de viruela, ruido de sables, camisas de cuadros, chaquetas de pana y blaziers de tergal, Areilza, Martín Villa, el temido Fraga, las primeras conmemoraciones del 20-N, Carrillo y Dolores Ibarruri, Blas Piñar, las Canciones para después de una guerra, Isabel Tenaille, las ikurriñas de Ladislao Azcona. No nos fiábamos del Rey, ni de Suárez. Lo queríamos todo de una vez, la vida bebida de un trago y sin excusas. Los grifos se desbordaban tras la sequía: después de cuarenta años de travesía en el desierto, nos habíamos vuelto todos locos y el maná no nos saciaba.
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