Manolo y yo salíamos del cine una noche, sin duda después de una de aquellas españoladas reconvertidas a la apertura que nos ponían los ojos como chiribitas, ese cine rancio ya que en unos meses pasaría directo al destape sin excusas de argumento y de ahí a la clasificación «S» que al parecer podía herir más que un cuchillo a gente que por lo demás era insensible como una piedra, una de aquellas malas películas llenas de chicas desinhibidas que enseñaban fugazmente el tesoro de sus pechos y correteaban antes de que el asesino de turno o el viejo verde del piso de enfrente se lanzaran contra ellas con la misma ansia con que le hubiera gustado abalanzarse al patio de butacas entero. Salíamos Manolo y yo del viejo Cine Municipal por la parte de gallinero cuando nos encontramos con dos o tres de sus amigos del coro. Hicimos las presentaciones, y pasamos a tomarnos, como siempre, una caña de cerveza y un perrito caliente con las veinte pesetas que destinábamos a ese ritual que nos acercaba a ser hombres (uno se pasa media vida queriendo ser lo que no es y la otra media queriendo dar marcha atrás y volver a ser lo que no se dio cuenta de que era). No nos quisieron servir mostaza, y el pan, por ser domingo, estaba duro.
Uno de los muchachitos que Manolo me presentó (a los otros ya no los recuerdo) era un gafotas de aspecto formal, chaqueta azul marino con botones dorados y anclas grabadas a juego, tal vez una corbata de nudo ancho para remate, un joven con pinta algo estrafalaria, elegante a la fuerza, extravagante a su pesar, fuera de tono en cualquier caso, de figura regordeta y movimientos apresurados. Hablaba con parsimonia, la cara vuelta hacia arriba, arrugando mucho la nariz y el gesto, con un dejillo extraño que me costaba trabajo entender, con una cantinela que dejaba en el aire, a la imaginación, el rastro de las últimas consonantes, oscurecidas en un paladar donde muchos meses después adiviné dos dientes falsos.
—Este es Juan José Téllez —me dijo Manolo—. Escribe poemas.
No era un cura, menos mal, aunque lo parecía. Hice a un lado mis prejuicios y charlamos mientras el tomate nos corría por la barbilla y nos manchaba los dedos. Agotamos las servilletas del bar, no sé si en venganza por la mostaza negada o por las torturas a las que tuvimos que someter al frasquito de plástico rojo para exprimirle unas gotas con que sazonar aquel aperitivo asqueroso que después repudiaríamos para siempre en favor de flamenquines y otras delicias del bar «Los Lunares». El camarero se equivocó en la cuenta y nos cobró de menos. Justicia poética.
Mientras charlábamos descubrí ya en Juan José Téllez un alma gemela, un espíritu errante y rebelde como yo creía, como yo quería que fuese el mío, un sueño idéntico que lo hacía brillar como una antorcha en la mediocridad del mismo coro al que también pertenecía y el futbolín de mala muerte que sirvió para remate de aquel primer domingo nuestro.
La imagen equívoca de aquella chaqueta azul marino lo podría hacer parecer de entrada un niño repelente, un monaguillo con ínfulas sacerdotales, un iluminado de los de cien avemarías y un solo credo. Pero Juan José Téllez, afortunadamente, no era así. Ni de lejos. Tanto, que cuando recuerdo aquel encuentro primero la chaqueta que tan mal llevaba se me antoja levita romántica, un anuncio del Corto Maltés que en seguida conoceríamos, un vestigio de Larra con las huellas del pistoletazo reconvertido en ketchup sin mostaza.
Juan José Téllez quería ser periodista, y escribía poesía, y se sabía diferente, aunque llevaba ese estigma sobre los hombros sin más complejos que los necesarios, marcado como Caín, sí, arrinconado en su propia idiosincrasia, pero consciente, orgulloso de esa estirpe en la que yo osaba incluirme. Iba camino de ser un maldito y si entonces se lo hubieran vaticinado no me cabe duda de que se habría sentido un hombre feliz, Aquiles revisitado.
Lo que sigo sin comprender era qué demonios hacía un rebelde como él en el coro de Santo Domingo.
Como a Miguel Martínez, a Juan José Téllez lo conocía todo el mundo por su apellido, con artículo delante y sin la zeta última. Téllez había llegado a Cádiz desde Algeciras, siguiendo a su padre, capataz de construcción, y aquella inmigración de pocos kilómetros le pesaba en el alma como un exilio (debe ser muy duro empezar de nuevo con doce años). Téllez, que ya era el mejor relaciones públicas de sí mismo que he llegado a conocer, capaz de embarcarte con la misma facilidad en conferencias a las que no acude nadie o dejarte la casa desprovista de tebeos durante meses, se restableció pronto de su falta de amistades y, herencia familiar, se puso en seguida manos a la obra para enmendar ese defecto. Tal vez fue esa la idea que lo llevó a desembarcar en el coro.
Por la época en que nos conocimos, tenía una novia pija y conservadora a la que, supongo, no podía meter mano más allá de lo preciso, una criatura mona pero sin empaque, la guapa típica de pueblo y con posibles, rubia, de ojos azules y zapatos de aguja: todos los atributos necesarios para ser una belleza pero sin colocar en ese justo sitio que hace saltar la chispa (a mí, por lo menos, no me gustaba demasiado). La rubita en cuestión tenía un padre aún más conservador, un carca, un facha, que mire usted lo que son las cosas apreciaba bastante y se llevaba de perlas con quien podría haber sido su yerno. Ella se empeñaba en protegerlo a toda costa y Juan José, claro, no se dejaba. Es por eso que no duraron mucho.
Téllez procedía, como yo, del tebeo y la cultura popular, pero su equipaje literario ya había empezado hacía tiempo a acumularse en otros campos. Yo todavía andaba con los clásicos juveniles y las novelitas de a duro y él era ya experto en veintisietes y poesía social, en la actualidad de mañana mismo y en el conocimiento riguroso y escocido de un millar de historias de posguerra. Téllez era, por decirlo más sencillo, simplemente un adelantado de mi tiempo.
En el coro de Santo Domingo, lo descubrí pronto, Téllez era un cabecilla, un líder, un catalizador de corrientes internas, la oposición. Era el responsable de que Chorus hubiera dejado de ser una hojilla parroquial y apuntara ya otros intereses fuera de los cuatro muros del convento y de sus misas: huelgas, convenios, terrorismo y poesía de verdad acabaron por desterrar de sus pobres páginas las entrevistas con el señor obispo y los ripios a las flores o a la amistad más pura entendida como algo sollozante y amariconadillo. Téllez de siempre quiso ser periodista, no sé si de carnet ya entonces o de los de la mejor escuela, la del bolígrafo y la calle. El destino, en cualquier caso, no le daría opción a elegir.
Téllez tenía la manía de convertirse siempre el centro de atención, participante en biografías ajenas, un torbellino que hacía versos que ni siquiera rimaban. Cuando lo conocí, encarnaba ya su propia leyenda.
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