Yo tenía otros amigos más aferrados a la tierra, más sencillos, más simples, tal vez incluso más felices. Con ellos me aburría igual los domingos, rara vez pisaba un cine, por supuesto jamás comentaba un libro, un proyecto o un tebeo. Pero con ellos, ay, intentaba más en serio que con Miguel Martínez el venerable deporte de la caza de la quinceañera. Por desgracia, también con ellos regresaba a casa cada fin de semana sin haber disparado una sola flecha.
Mis otros amigos vivían, contrariamente a Miguel, en mi mismo barrio, en mi mismo patio, lo que facilitaba nuestra relación y, sobre todo, los paseos de vuelta a casa. Eran ya entre sí amigos de la infancia (yo llegué más tarde al grupo, en la preadolescencia), un par de años más jóvenes quizá. No sé por qué demonios dedidieron dejar de salir conmigo una tarde de agosto, cuando el Trofeo Carranza empezaba a agonizar como el verano que se iba y los trenes pasaban temblando, haciendo mucho ruido, como si a alguien le importara su destino o su carga. En cualquier caso, debieron pensar que sin mí les iba a resultar más sencillo (y no es que yo fuera demasiado raro) saciar su comprensible sed de hembra.
Libres de mi presencia, a semejante pareja de ilusos no se les ocurrió mejor idea que meterse en una congregación juvenil, uno de esos inventos típicos de los años setenta (espero) de los que yo huía como un apestado sin tener una idea clara que me explicara mi desdén: tampoco de niño me gustaba la OJE, y eso que siempre he tenido piernas bonitas. Mis amigos los mundanos, los que no querían ni podían ser escritores, los que todo lo más llegaban al sonido Filadelfia y a Juan Bau, me dieron carpetazo un anochecer de agosto y en seguida, como dos almas perdidas que vagaran dando tumbos por la adolescencia, tan incapaces sin mí como conmigo de comerse una rosca, adoptaron la salida fácil de meter el cuello y la pata en una asociación juvenil patrocinada por la iglesia no porque de pronto descubrieran la llamada de la fe o la solidaridad cristiana, lo que habría sido muy loable, sino porque en aquel círculo cerrado de flores a María y cancioncillas ñoñas había, claro, un buen puñado de chavalas que no iban a poder darles el esquinazo.
Antonio, el guaperas rubio y delgado como un pajarito, casi un niño pijo de barrio obrero, aguantó poco allí. Lo tenía más fácil, tragó menos, se encaprichó de otros amigos y otras niñas más dispuestas, a su alcance. Consiguió su sueño de encontrarse la mitad y se perdió en el hiperespacio de los rostros apenas recordados y los saludos desde lejos. Casi diría que no he vuelto a verlo.
Manolo, más sencillo y más noble, chivo expiatorio para todo sin saberlo, aguantó como un bendito en la congregación cuando le tocó el turno de verse solo. No le quedaba otro remedio.
Manolo Chulián era machadiano sin saberlo, lento, atento, servicial, modoso. Me partió un diente de un pistoletazo cuando éramos niños y durante unos cuantos años no le dirigí la palabra más que para amenazarlo. Manolo tenía unos mofletes carnosos, sonrosados, unos mofletes hechos para darles pellizcos, dos culitos de bebé dodot junto a los labios, y supongo que ya con doce años descubrí que partirle la cara me iba a costar esfuerzos ímprobos, por lo que le perdoné su atentado a mi integridad dental (tampoco me quedaba más remedio).
Manolo era un alma sencilla que comía como un pollito aunque estaba gordo, tenía complejo de gordo, era un gordo mucho más gordo de lo que en realidad estaba. Manolo era un gordo por dentro. Andaba con rapidez, como queriendo no hacer sombra, colocando un pie delante del otro con una celeridad que desafiaba las leyes del equilibrio, sin separar los muslos más que lo justo para avanzar un metro o dos. Se desplazaba igual que un barco a vapor, con la premura de un trencito de cuerda o un tentetieso con piernas, como si no tuviera un rumbo fijo, aunque lo tenía. Manolo siempre usaba pantalones grises que le quedaban estrechos y hablaba de forma educada, casi en susurros, pronunciando todas las eses en su sitio, sin decir jamás una palabra altisonante y, lo que es peor, sin pensarla siquiera.
Manolo tenía una madre hiperprotectora y tan buena gente como él, y un padre silencioso que daba, eso sí, muy cordialmente los buenos días. Había dos hermanas por ahí, ambas casadas con sendos cojos, una delgadita y la otra más progre y apetecible, que jamás estaban en casa.
Manolo sufrió una depresión poco después de ingresar en la secta del convento, pero me temo que le vino más por odio al profesor de química de los Salesianos y al afán de que adelgazara con pastillas que a un posible lavado de cerebro por parte de los dominicos. Perdió un curso igual que yo perdí el cou y acabamos por vernos los dos en el instituto Columela, rebotados de un colegio casi bien y de pago, dos gaviotas en las montañas, yo repitiendo cou y él sexto. En aquella época, pasar de un colegio de curas a un instituto era como meterte de cabeza en el Bronx. Ahora debe ser como plantar una bandera en Sarajevo.
Pero sobrevivimos los dos a la huelga de penenes y a los vientos de cambio que nos emborracharon a todos. Y, sí, lo confieso, en el intermedio acabé visitando con Manolo la famosa congregación juvenil del convento de Santo Domingo.
Comentarios (5)
Categorías: El anillo en el agua