Era un periodo de vacío. Era un tiempo vacío. Aunque la situación nos cogía a todos de nuevas, existía un precedente de apenas un par de años atrás, cuando el almirantísimo fue ascendido en el escalafón directamente a la gloria, aquel otro entierro en olor de multitud que dejó al descubierto para mi generación que los hombres que gobernaban el país eran unos viejos achacosos con muchas medallas de sangre sobre el abrigo azul. Entonces, igual que ahora, Gary Cooper echó un cable a la programación de televisión en su papel de piloto de portaaviones, por poca conexión que tuviera el argumento con el luto oficial declarado, y también igual que ahora nos retrasaron tres días un examen de matemáticas que después suspendí de todas formas. Lo que pasaba en Madrid nos parecía lejano y frío, como el vaho que entre temblores exhalaban los prohombres en el cortejo.
En España tal vez empezara a amanecer, pero con los postigos cerrados no entraba claridad ninguna en casa. Durante un buen montón de meses nada varió de forma importante en nuestras vidas. Colegio, exámenes, películas y tebeos, aquella portada ya muy tardía de Hermano Lobo con Arias Navarro («Queda usted cesado». «¿Dimitido?». «Bueno, dimitido»), y poco más. Hemos sabido que existió el espíritu del 12 de febrero leyendo libros de historia.
Yo no sé si se esperaba que fuera a venir la democracia, pero la democracia vendría de todas formas, como un tren imparable que ningún guardaagujas podía detener ni se atrevía. Era un sarampión que nos esperaba apenas año y medio en el futuro, la lluvia que parafraseando a Bob Dylan nos enseñó a tararear Pablo Guerrero.
El mundo a nuestro alrededor iba a cambiar, pero en nuestra ansia adolescente no nos dábamos cuenta.
James Bond y Conan el Bárbaro, Shang-Chi Maestro de Kung Fu y Harry el Sucio componían nuestro exilio, nuestro ghetto. Donde otros chavales andaban de discotecas, o de priva, o de deporte (o mejor todavía, de ligoteo), nosotros teníamos por centro eso que algún pedante había bautizado como mass media. Junto a las novelas de Bruguera y los tebeos de Vértice, el cine de los domingos completaba el círculo de nuestros intereses. Charlton Heston todavía encarnaba el héroe prototípico, y el no va más del espectáculo resultó ser un pequeño tesoro de Douglas Trumbull, Naves Misteriosas, que sólo vimos tres personas el día de su estreno en Cádiz.
Luego, el paseo de rutina, con parada en algún bar para una tapa de ensaladilla rusa o un perrito. Terminada la evasión que nos prestaba el cine, nuestra soledad se convertía en puro hartazgo. Todo aquello que nos volvía camaradas en el colegio nos pesaba en la libertad de los domingos. La adolescencia tal vez sea una etapa de preguntas, pero para nosotros, para mí, fue un periodo de total y absoluto aburrimiento. Queríamos ser distintos, pero no sabíamos cómo, ni siquiera por qué. Las miras de nuestra generación iban por otros derroteros más tangibles, pero nosotros, entre los Mundos Desconocidos y la Edad Hyboria, supervivientes de SPECTRA y refugiados del Planeta de los Monos, de los Simios, no eramos capaces de comprender qué nos pasaba, por qué lo cotidiano nos parecía de pronto tan absurdo, tan coñazo.
Yo llegaba a casa solo, a tiempo de ver el último telediario. Cada semana el presentador de turno, como un ángel maléfico peinado a raya, nos acusaba desde su mesa ante la cámara. ETA había asesinado en Madrid, o en San Sebastián, o en Vitoria, y el telebombón nos lo contaba con morbo de fiscal de Perry Mason, con una pose clavada al Mefistófeles que dibujaba John Buscema en los tebeos del Silver Surfer, repitiendo la palabra asesinado muchas veces, sin despegar la mirada de donde estábamos, como un jefe de estudios que nos obligara a tomar nota de un castigo, como esos retratos que, te pongas donde te pongas, te buscan siempre los ojos. Asesinado, asesinado, asesinado, aquello no era información, sino un tercer grado que nos aplicaban directamente a nosotros, y nosotros no comprendíamos el motivo. Parecía que alguien pensaba que nos había dado tiempo, entre los títulos de crédito de la película de la semana y la hamburguesa con pan duro del bar Los Platillos Volantes, de coger un helicóptero, plantar dos bombas y volver a casa para ver los resultados en diferido.
Asesinado, asesinado, asesinado, cada domingo la misma letanía. El sueño de escribir era lo único que me podía rescatar de aquella rutina. Pero ese sueño estaba todavía, como ahora, como siempre, demasiado lejos.
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