Mi primer encuentro con la política vino a través de la gramática. Cierto, había soportado con paciencia las insufribles clases de Formación del Espíritu Nacional en el colegio, pero entre que a unos profesores (pocos) se les veía ya el plumero democristiano y a otros la vena, y con el lío que suponían los Planes de Desarrollo y todas las demás monsergas quinquenales, yo no había conectado aquel puñado de datos intragables con la realidad. La parafernalia del régimen, cuando la advertíamos, era algo a ignorar estoicamente, cuestión de mirar a otro lado y esperar a que pasase el chaparrón, una cosa que, a los trece o catorce años, no iba con nosotros ni nos hacía ninguna falta. Los profesores de fen, además, aunque arrastraban todavía un regustillo a correajes y cuero, eran ya unos outsiders calzados en el centro sin integrarse en él, unos enchufados de lujo que daban clase a cuarenta chavales más interesados en las volteretas de Dan Defensor que en el ardor patriótico de señores bajitos, unos retardados de su tiempo que intentaban vendernos un producto añejo a falta de legiones azules donde emplear un vigor masculino que, no exagero, en más de uno se notaba equívoco. Era sospechoso que la gimnasia y la política las impartieran aquellos mismos tipos fanfarrones y monolíticos que, además, a veces alternaban sin pudor con los miembros más alocados y cachas del equipo de atletismo o se casaban secretamente de penalty en lo que era un clamor público y púbico. La política no dejaba de ser una asignatura maría que se aprobaba por la cara, sin detenerte a pensar en ella, y santas pascuas.

Fue la gramática, ya digo, la que me puso en contacto con la política no como algo dormido y archivado entre papeles, sino como hecho vivo, callejero y nocturno: una mañana apareció una pintada frente el colegio. Franco todavía veraneaba en el Azor, y las letras negras revelaban todo un grito mudo. LIBERTAD NO FASCISMO, habían escrito a golpes de brocha y nervios. La descubrimos al entrar en clase, como siempre se descubren estas cosas, y a media mañana, misteriosamente, había desaparecido ya, convertida en un tachón aún más aparatoso.

Fue la falta de la coma lo que me mosqueó. ¿Qué habían querido decir con aquello? ¿Que no querían libertad, sino fascismo? ¿O todo lo contrario? La primera pintada de mi vida, incluso antes de ser silenciada a cuadros, parecía un jeroglífico.

Lo comenté con Miguel, mi compañero de banca y uno casi diría de exilio (ya explicaré eso luego). Miguel tenía un padre ex-peluquero, calladito, descontento y pesimista, lo que después he comprendido era un rogelio, y supongo que en su casa estarían más al tanto que en la mía de esas cosas. El caso es que Miguel, en ese aspecto, no había tenido problema ninguno para comprender el mensaje del escritor anónimo.

—¿Pero tú sabes acaso lo que es el fascismo?

Me lo preguntó con esa mirada suya de soslayo tan característica, por encima de las enormes gafotas de carey que usaba en aquella época, un muchachito inteligente y mal vestido, siempre con calcetines rojos, zapatos gorila y bufandas marrón oscuro. Aunque acababa de descubrir a Bruce Lee, todavía no tenía cara de chino.

Yo traté de justificarme, algo picado. Claro, le dije, los alemanes... Recordé las Hazañas Bélicas y las películas de los sábados en sesión de tarde. Me costó hacer la conexión. O sea que según Miguel y aquella pintada nosotros vivíamos en un estado fascista. En los años setenta, desde mi posición de humilde hijo de clase obrera venida a poco más, estudiando en un colegio católico y nada represivo, los Salesianos, es comprensible que viviera en la higuera, como todos. O sea que Franco era un fascista, no el gran padre blanco, anciano y bonachón que velaba por nosotros y nos deseaba feliz año nuevo mientras movía la mano al compás como un muñeco de José Luis Moreno. O sea que vivíamos en un estado fascista y yo, jolín ya, sin enterarme.

La gramática al encuentro del futuro. Con coma o sin ella, aquella pintada primera, LIBERTAD NO FASCISMO, había servido al menos para que yo me enterara de que en España no teníamos libertad, sino otra cosa que, además de sonar mal, era sin duda algo muy feo.

Me pregunto qué más habría aprendido si aquella coma puñetera hubiera estado en su sitio.

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