Le echo un vistazo a las reseñas de las películas que he visto este año y que les he contado a ustedes por aquí. Y me salen, desde enero, nueve películas. Nueve películas nada más. Cierto, he visto alguna más que ni siquiera me he molestado en reseñar, pero habrán sido tres o cuatro. Yo, que antes iba al cine hasta dos veces por semana, y que a veces me tragaba dos películas seguidas (una vez, me tragué tres, cuando Alcances era un festival de cine como Dios manda).
Para colmo, esas nueve reseñas (pueden ustedes comprobarlo) ni siquiera son positivas en ocasiones. ¿He perdido el interés en el cine como lo he perdido, poco a poco, con la historieta? Dejando aparte que vale, lo mismo es que me hago mayor y todos los psicoanálisis de medio euro que ustedes quieran, les confieso que no soy de los que se bajan películas de la mula (series de televisión sí: las veo, las borro, y cuando salen en DVD, si me interesan, las compro; igual que cuando las veo directamente por la tele). O sea, que no puede decirse que yo no vaya al cine porque tenga esa parte cubierta por otros medios.
Pero es que consulto con mis amigos, esa gente con la que yo iba al cine una o dos veces por semana, y a veces para ver dos películas seguidas, y hasta tres en una ocasión, y les pasa lo mismo.
Lo estuvimos hablando ayer, por aquello de que el día 16 de diciembre próximo se cumplirán treinta años (¡treinta años!) desde que viéramos en su estreno La Guerra de las Galaxias. Y ellos, como ya sabía, tampoco van al cine ya. Lo dije el otro día en clase, por aquello de picar a la concurrencia (que no siempre pica, claro): estáis viviendo los últimos días del cine y no os dais cuenta.
Confieso que no sé si lo dije con retintín o si lo pienso de verdad. Si ya el cine español me dio la espalda desde que se dedicó a contar historias generacionales de unas generaciones que no me interesan, el cine americano (o sea, para muchos de nosotros, el cine-cine) lleva un buen puñado de años que no levanta cabeza. Ojo, uno es capaz de admitir que haya películas malas y sean taquilleras: las ha habido siempre y con el tiempo uno es capaz de perdonar y hasta de ver con despegue comprensivo un montón de películas que ya en su día le hicieron salir de las salas jurando en arameo; recuerden ustedes buena parte de los años ochenta, ese que ha envejecido tan mal en su departamento de efectos especiales y, sobre todo, en su fotografía (no hay más que ver pelis de la época en su pase por las distintas cadenas satélite). Las películas podían ser buenas, malas, regulares, entretenidas, copias de copias, pastiches infumables. Podían estar mal contadas, mal interpretadas, mal narradas, mal dobladas. Pero te encontrabas con actores que luchaban por convertirse en mitos del momento (los últimos mitos, quizá, de nuestra historia reciente) y te encontrabas con guiones donde la gente hablaba, se explicaba cosas, discutía, hacía gracias, se peleaba, comía, follaba.
No encuentro eso ya en lo que se estrena ahora, o no lo encuentro con el aderezo necesario para que me merezca la pena, y por eso me da tanta pereza ir al cine. Me mosquean los montajes atropellados en tiros, peleas y persecuciones. Me aburren de muerte películas donde las escenas de diálogos son un bocadillo cada vez más pequeño para colar escenas de tiros, peleas, y persecuciones con montajes atropellados cada vez más largos y más vacíos. Me aburre ver cómo los blockbusters de los últimos años (y ahí tienen ustedes el caso de Piratas del Caribe III y Spiderman el mismo numerito) se hacen por simple acumulación de escenas y sin tener en cuenta argumento ni estructura. Me aburre ir al cine para ver películas que ya he visto con sólo ver la cartelera, o algún trailer aislado, o recordando a qué otra peli imita o rehace.
Y todo eso sin mencionar el estado lamentable de tantas salas, los estrenos que en provincias duran un suspiro, y sin pases en versión original con subtítulos. La locura que es ir al cine un fin de semana, cuando te encuentras con un público que cree que está en un encuentro de fútbol de esos que hemos visto últimamente en algunos países del tercer mundo. Y los precios de las entradas.
El caldo de cultivo para el DVD, las descargas en la red o la espera para ver según qué cosas medianamente interesantes (o nada interesantes) sentadito en el sofá de casa, cerca de un buen libro por si acaso, está ahí, para que poco a poco olvidemos el rito de la cola, la taquilla, la oscuridad y la gran pantalla donde sumergirnos.
He perdido parte de ese rito y lo cierto es que lo echo tanto de menos...
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