"Un escritor es una araña: saca la tela de su cuerpo", decía el escritor y jugador Osano en esa magnífica novela de Mario Puzo, Los tontos mueren.
También es una esponja. Y un vampiro, como acusaba Barlow a Ben Mears en Salem´s Lot.
No tengo muy claro si la misión de un escritor es, entre otras, explicarse el mundo a sí mismo, explicárselo a los demás, o simplemente dejar constancia de su paso por la vida, pero cada vez me noto más, en lo que hago, que sin vida no hay literatura.
Sea mi vida imaginada, mi vida vivida, mi vida presentida o mi vida esquivada. O sea también, como casi siempre, la vida de los otros.
Un gesto ajeno, una vivencia contada, una anécdota conocida de oídas son material que queda en la recámara que es la mente del escritor, esperando el momento de salir y configurar la vida de personajes ficticios que repiten vidas de personas verdaderas. Por muy increíbles que puedan ser.
Empiezo estos días una novela juvenil que no sé dónde va a llevarme. Y la empiezo escribiendo las anécdotas de mi amigo el amigo de Josele, a quien estoy robando descaradamente, pero con su anuencia, parte de sus experiencias y sus travesuras.
Si el lector alguna vez las lee, no sabrá quizá que en lo que cuento hay mucha realidad. Pero la sabrán los personajes, y lo sabrá el libro.
Puestos a robar, roba a los mejores. Antes que la escritura estuvo la voz oída. El escritor no podría serlo sin la capacidad para la mirada.
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