Para curarme en salud, por lo que vamos a ver luego, ando estos días repasando en clase el papel tradicional que a la mujer le ha conferido esta cosa que llamamos civilización y que sólo ahora, en algunos casos, en algunos sitios, parece que empieza a serlo. O sea, sí, el sexismo implícito que coloca a Eva como mala remala de la historia del hombre (por no mencionar, claro, a la censurada Lilith), y que luego va a chocarles a los ellos y sobre todo a las ellas cuando vean que Ulises, nuestro héroe, sufre lo indedicible para llegar a casa y abrazar a la parienta, pero la parienta (Penelopea, acortado a Penélope para nuestras lecturas) tiene que esperar en silencio, apretadas las rodillas, mientras que él puede cuando quiere echarse una canita al aire.
O sea, para ir al grano (que vamos a hablar de tebeos), que no se pueden aplicar los parámetros de hoy a la historia pasada, mal que nos pese, y que nuestros antepasados fueron como fueron, con sus grandezas y sus miserias, y no vale recriminarle a Penélope que no le echara en cara al pendón desorejao de su marido por qué había tardado diez años en volver desde que dieran por concluido el partido allá en Troya, lo mismo que no vale pedir cuentas por su situación laboral a los dibujantes de historieta de hace setenta, cincuenta o incluso cuarenta años.
Sí, a mí también se me van los ojos detrás de los originales que dibujan mis amigos. Y me costó exactamente tres segundos comprender por qué, una vez cobrado el trabajo y publicado el tebeo, mis amigos regalaban o ponían a la venta su trabajo. "¿No te da pena?", pregunté yo. La respuesta, en todos, siempre es la misma: el producto final de su trabajo es el tebeo impreso, no los lápices o las tintas. Ellos son una pieza (importantísima) en el proceso de producción del comic-book, pero llega un momento en que deja de ser suyo (lo mismo que, desde muchísimo antes, deja de serlo del guionista). Luego entran en baza el entintador, y el rotulista, y el colorista, y la imprenta que trabuca colores, y hasta el editor que censura o se equivoca al colocar los cartuchos de texto y los bocadillos, tapando partes del dibujo que podrían considerarse indispensables. Conservar las planchas, ahora que se devuelven (antes, lo saben ustedes, no se devolvían... y lo que es peor, se cometía el sacrilegio de destruirlas en la editorial), es además un engorro. ¿Cómo las guardas? ¿Dónde las metes? Y, sobre todo, ¿para qué las quieres, si para reeditar el tebeo no hay más que ir al escaneado? Por eso, mis amigos dibujantes deciden desprenderse de su obra. Mal que nos pese. En el fondo, no es muy distinto del pintor que, tras exponer sus cuadros, los vende, porque ya tiene el estómago y la mente puestos en otra cosa.
Hasta hace relativamente poco tiempo, los dibujantes de cómics no se consideraron "artistas", sino artesanos. Humildes artesanos que, en ocasiones, ganaban una pasta gansa: ahí tienen ustedes a Bud Fisher (el creador de Nutt y Jeff), que fue el primer dibujante de historietas que se hizo millonario; ahí tienen ustedes el pedazo de mansión con coto de caza incluido que logró comparse Harold Foster; ahí tienen ustedes la casa con tres personas a su servicio y dos coches que, a finales de los años treinta, consíguió Terry y los piratas para el enorme Milton Caniff. Con el fruto de su trabajo, pudieron superar la Gran Depresión y resolver sus vidas.
Y, sin embargo, pese a la calidad de sus páginas, sabían que la historieta, entonces, era un género menor que no podía compararse a la pintura. Ni siquiera podía compararse a la ilustración. En aquella época, ninguno de nuestros autores era consciente de que su obra sería considerada arte y se pagarían los originales a cojón de pato viudo (Mariano Ayuso dixit). Es por eso que, por ejemplo, Harold Foster no tuviera empacho ninguno en regalar viñetas sueltas de sus páginas (al tamaño de sus páginas, se comprende perfectamente); uno puede imaginar perfectamente la cara de sorpresa de quien luego sería un grande, Ray Bradbury, cuando le escribió a Foster una carta de admiración y éste, por respuesta, le regaló varios originales.
Lo mismo pasaba con Milton Caniff. No había fan que le escribiera una carta que no recibiera su contestación personalizada y su original dedicado, hasta el punto que Caniff se veía desbordado en su difícil trabajo de compaginar tiras diarias, páginas dominicales, investigación sobre el tema, realización de guión y vida privada porque se pasaba las horas dibujando de balde y haciendo originales para los fans. Tuvo que inventar, sobre la marcha, un sistema en cadena que luego coloreaba y rotulaba, dando la impresión de que era un original, pero sin serlo.
¿Nos extraña que hoy, setenta años después, sea imposible localizar esos originales y haya que restaurar las páginas a partir de la reproducción en los periódicos o las fotocopias de la época? Recordemos también cómo en el mundo del comic-book, la segunda división de entonces en esto de la historieta, el estudio de Will Eisner se llamaba "The Shop" (o sea, el taller), lo cual anula de entrada, me parece, cualquier veleidad artística por parte de quienes estaban allí antes. En una de las pocas entrevistas realizadas a Steve Ditko, me contaba ayer mismo Jesús Yugo, el aficionado periodista se escandalizaba cuando Ditko usaba sus propios originales antiguos como plantilla para cortar el papel de los originales por hacer, en vez de usar lo que demonios se utilizara entonces y que apenas valía diez dólares.
La historieta como producto de consumo, quizás. El trabajo sincero y bien hecho del artesano, en cualquier caso. Luego vendrían las reivindicaciones, el horror de Neal Adams cuando vio que en DC guillotinaban a lo bestia originales, la lucha por que esos originales fueran devueltos a sus autores (una práctica que no se hacía en el comic-book pero sí en la prensa, al menos para los dibujantes señeros). Eso que hemos salido ganando todos, en efecto. El progreso.
Pero tampoco nos rasguemos las vestiduras si, una vez recuperado ese material, y en su santísimo derecho, los autores hagan lo que hacen. O sea, no ponerlos en un trono en algún rincón de su casa, sino regalarlo... o venderlo.
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