Mi amigo Mariano le vio las orejas al lobo de Delphi hace unos pocos años y aprovechó una de las primeras collás y se buscó las habichuelas por otros sitios. No sé si, de haber esperado a que el lobo mordiera, la cosa le habría ido mejor o peor, pero el caso es que el hombre empezó un rosario de inmigraciones por varios puntos de nuestro mapa, incluyendo ese sitio donde hay tantos gaditanos pero que a él no le hizo mucha gracia, Castellón, de modo que aguantó hasta que no pudo aguantar más y se volvió pa casa.
La última ha sido hace unos pocos días, y se lo cuento porque la cosa tiene miga. Mariano, que para ser de Cadi-Cadi tiene unas ganas de trabajar que hasta asustan, consigue currelo en un pueblecito remoto de la no menos remota Almería. Hasta ahí perfecto. Como Manoli, la mujer de Mariano, también es de las gaditanas emprendedoras y ya está harta de ver al marido cada equis meses, uno de los hijos está estudiando fuera de casa y el más pequeño todavía lo tienen cerca, encuentra trabajo en el mismo pueblo y allá que van los dos al mismo sitio, arrastrando al crío pequeño al que tienen que buscar, naturalmente, colegio nuevo.
La cosa se les complica porque el trabajo, precisamente, no es en Almería-Almería, si es que tal concepto existe, sino en un pueblo de cuyo nombre no puedo acordarme porque, sencillamente, lo desconozco. Un pueblo que, según cuenta Mariano, mide la distancia que hay desde San Felipe Neri hasta el Bar Mariano (que no tiene ningún parentesco con él, dicho sea de paso). O sea, mal contadas, cuatro casas. Dos zancadas más y te sales del pueblo. Cuatro pasitos, y te pierdes.
Bueno, paz y tranquilidad, ¿no? Pues no, porque de entrada no hay pisos en alquiler, cosa que es un fastidio doble desde esta semana, porque en cualquier caso Mariano ya pasa de los cuarenta tacos y no le iba a venir bien ni nada la ayudita esa que ahora resulta que nadie quiere. Ni tampoco hay pisos en venta. Mariano y Manoli empiezan a pensar que tendrán que irse a vivir a Almería-Almería, si es que tal concepto existe, y hacer cada día el viaje hasta el pueblo sin nombre. Seguro que no van a tener atascos, lo malo es que se lo pasen sin darse cuenta.
Al final, sí que encuentran un pisito de alquiler. Chiquitito, lleno de goteras, con muebles que son lo menos de los años cuarenta, una cocinita donde hay que entrar de perfil, una tele sin mando a distancia, una lavadora marrón y, oh, sorpresa, dos platos y cuatro tenedores. Deprimente es poco. Manoli monta en cólera después de echarse a llorar y dice que ella se trae la mantelería y la cubertería de casa. La broma de alquilar ese armario de Drácula les cuesta trescientos y pico euros, por cierto.
Luego está el problema del colegio del niño, donde solo parece que hay un pasillo, dos clases, otras dos clases arriba que no ocupa nadie porque todos caben en la misma aula, y donde no le prometen comedor, porque viene un catering de fuera y sólo atiende a 85 niños, aunque en el colegio hay 115, 116 ahora que está Manolito en las listas.
Y la guinda: el trabajo de Mariano en el pueblo remoto implica que, por no sé qué norma establecida que tiene la empresa, que es una constructora, a partir de la segunda semana en nómina se tiene que ir nada menos que a Melilla durante un tiempo no especificado, y de donde no podrá volver al continente más que una vez cada dos o tres semanas.
Y ahí es cuando Mariano dice que sanseacabó, que por ahí no pasa, que esto no es vida ni nada. Y pide que le borren a Manolito del colegio nuevo donde no ha manchado ni las bancas, y se vuelve con Manoli para casa. Mejor está aquí mal que allí peor, aunque no se tenga trabajo. Hay dignidades que no las paga un sueldo.
La pregunta es cuántos Marianos hay en este Cádiz que sonríe y se marcha fuera, cuántos Marianos como él sufren como Mariano su historia verdadera.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 24-09-07)
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