Con permiso de la autoridad y la anuencia de la climatología, que ya saben ustedes cómo ha llovido y tormenteado por aquí abajo estos días, estuvimos anoche en el fiestorro de La Voz, que daba sus terceros premios a figuras representativas en esto del deporte, la cultura, la empresa y la tecnología.
De entrada es curioso ver la enorme cantidad de gente que es invitada a estos saraos: mil y pico personas reunidos en los bellos jardines de una bodega portuense, y eso que las altas autoridades del gobierno autonómico excusaron su asistencia por estar en otros compromisos igualmente laudables (felicidades, Luiti). Y lo divertido es encontrarte a gente que, en efecto, tú comprendas que estén allí... camuflados y dispersos en una marea humana de perfectos ciudadanos anónimos vestidas ellas divinas de la muerte y encorbatados ellos, con el calor que sigue haciendo.
Lo cual nos lleva a cómo se rompen las etiquetas sociales y los meñiques dejan de mirar al cielo en cuanto, sapristi, aparecen los camareros con las bandejas del catering y la capa de civilización desaparece más pronto que decir amén. Y entonces, pese a la elegancia, y el aparenteo, y las corbatas cantosas y los vestidos de noche que crujen y escotean, allí cada uno va a lo suyo y sabe que si no alarga la mano, no placa al camarero, no rodea a la camarera, no se salta la cola de las bebidas o se sirve él mismo el vino o el hielo cuando el camarero apurado no puede más con su alma, su estómago terminará la noche haciendo más ruido que las cañerías de media ciudad, que están que no viven con eso de que ha llovido y los bajantes no han colado toda esa cantidad de agua.
Un recuerdo especial para el trío de jóvenes emprendedores y solidarios que se colocaron en la barra a beber tranquilamente sus cervezas, como si aquello fuera un bar cualquiera, dejando un atasco de consideración a sus espaldas (no, no tenían ojos en la nuca y parecía que no les importaba); y al cuarteto de señores y señoras mayores que, haciendo uso del privilegio de sus canas, sus contactos y su (apunten ustedes aquí lo que sea), cada vez que aparecía un camarero con el jamón (al del chorizo lo dejaban pasar, los puñeteros), le hacían un corro que parecía que querían protegerlo mientras se desnudaba. Y, por supuesto, a ese mismo madurete camarero, que en contra de las leyes de cualquier catering que se precie, y despreciando olímpicamente el tute que sus compañeros se daban repartiendo bandejas por las alturas (a las que no llegábamos como no les descargáramos un codazo así como quien no quiere la cosa en el estómago), se plantaba allí en animada cháchara con el cuarteto de señores y señoras mayores, a los que al parecer conocía de toda la vida, o de quienes lo mismo había cobrado unos eurecillos aparte por suministrarles el jamón (mira que estaba bueno) por lo bajini y con todo el descaro.
No, no se pregunten ustedes si aquí el que escribe y sus acompañantes guardamos la compostura. Dios dijo hermanos pero no primos. Y es divertido, sí, salir de caza en busca de viandas.
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