Estábamos comprando en Carrefour y nada más salir de la caja nos suenan las alarmas. Una de las prendas de ropa de rebajas, que la chica no ha sabido quitar del todo, a pesar de las veces que ha frotado para anularla. Como tiene un montón de gente en cola, es el guardia de seguridad el que amablemente se acerca y le dice que él se encarga. Del tirón va a una de las bolsas de ropa, la pasa por el escáner, y en efecto, a la primera: los pijamas de los niños. Desarticulada la alarma, me entrega de nuevo la bolsa, y es entonces cuando los dos nos quedamos mirándonos.
Él me reconoce un segundo antes de que yo lo reconozca a él. Es Fernando, a quien no veía desde hace lo menos veinticinco años. Nos damos un abrazo allí mismo, entre la caja y la salida, y me imagino la cara de la gente: pasar de pronto a sospechoso de robo a fundirte entre los brazos del segurata. Hablamos, apresuradamente, poniéndonos al día del destino de amigos y familiares, mientras él me mira y no deja de mover la cabeza de un lado a otro y yo lo veo tan distinto al chaval que un día fue que tampoco doy crédito a mis ojos: ahora es un hombre mayor, decididamente flaco, que parece mucho más viejo que yo (creo que le llevo cuatro o cinco años), y que peina canas y arrugas y al que veo incongruentemente armado y uniformado en su puesto de trabajo. Y sé que él me verá igual de extraño a mí, porque ya no soy aquella imagen que él recuerda, y porque también por mí ha pasado una vida en paralelo a la suya propia que ya le es ajena.
Nos despedimos con emoción contenida, sabiendo que tal vez no volveremos a vernos hasta que pasen otros veinte o treinta años.
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