Vivimos un revival de héroes viejos y cansados, quizá porque Hollywood, entre tanto adolescente, tanta explosión y tanto argumento sin pies ni cabeza no ha sido capaz de encontrar personajes (ni actores) que den el relevo a los hombres de acción de hace quince o veinte años (ha dicho no sé qué top model que pasa lo mismo en su terreno), quizá porque Hollywood empieza a verle las orejas al lobo y es un buen modo de atraer a los cines a espectadores que ya peinen canas o, como el caso de Bruce Willis, a.k.a. John McLane, ya no las peinen.
Han pasado un montón de años desde que John McTiernan diera una nueva interpretación al héroe de la camiseta y la sangre a raudales (en muchos aspectos McLane es el barroco del renacimiento que supuso Indy), y eso se nota no sólo en cómo el cine ha evolucionado o involucionado en su gramática, comido cada vez más el terreno por los argumentos más sólidos y los personajes más maleables de la televisión, sino en todo lo que nos ha caído como entonces a los seres humanos. La sombra del 11-S, que hoy se conmemora por cierto, ha afectado enormemente a los medios de comunicación de masas, y si reconozco que no ha acabado con el poderío del superhéroe en el mundo de la historieta, como llegué a creer hace seis años, sí que ha recubierto de una pátina de imposibilidad y hasta de distanciamiento entre chusco y doloroso cualquier acercamiento al tema de los atentados terroristas, las organizaciones en la sombra y los héroes aguerridos que ganan batallas ellos solos cuando vemos que hay batallas que no puede ganar ni el ejército más poderoso del mundo. Es la sombra del 11-S la que hace que Bond se vuelva más "realista" y menos fantasioso, no otra cosa.
Hemos visto a McLane en Los Angeles, entre aeropuertos, y en las calles de Nueva York. Ahora, recuperando cierta herencia de videojuego, pasa de ciudad en ciudad como Super Mario podría pasar de pantalla en pantalla, agenciándose todos los medios de transporte que puede, sobreviviendo y sangrando. Dicen que en versión original su vocabulario se contiene bastante, pero en el doblaje de Ramón Langa (y reconozcamos que sin él para nosotros Bruce Willis no es Bruce Willis) no se cortan un pelo.
El director Len Wiseman (de Underworld y su secuela), fan confeso de la saga, entrega una cuarta parte que, tal como está hoy el mundo del cine de acción, casi parece una obra maestra. Nos presenta un McLane cansado pero combativo, envejecido, sin familia (su ex-esposa está en San Francisco, de su hijo no se sabe nada, y su hija estudia en Nueva York y no quiere saber nada de él; no es extraño suponer que Lucy, que hereda muchos rasgos de su padre, ha tenido también un encontroanazo con mamá Gennero -¿por qué "Jenaro" en español?- y ha decidido independizarse estudiando en la otra punta del país). Expulsado de una familia desectructurada, McLane apenas tiene una línea de diálogo para reconocer que sus heroicidades son cosa de un pasado muy lejano, y que desde sus quince segundos de gloria ha vuelto a su trabajo como policía normal que no se encuentra con casos tan glamorosos como los que conocemos.
La película entretiene, el sidekick informático no molesta (no, no es Wesley Crusher, gracias a Dios), el papelito de Kevin Smith haciendo lo único que sabe hacer no desentona, la mala tiene el empaque que por desgracia le falta al malo (un Timothy Oliphant que es mucho más inquietante haciendo de "bueno" en Deadwood que aquí de malo, y que además dura frente a McLane el tiempo de no terminar de decir yipikahei). Los líos informáticos son explicados lo suficiente para que nos los creamos así con la sonrisita condescendiente, y aunque Mclane no jure y perjure en arameo sí tiene algún momentito políticamente incorrecto (los puñetazos a Mai Lihn, fíjense ustedes, se saldan con un mechón de pelos que le arranca a lo bestia).
Curiosamente, la percepción de la autoridad ha cambiado en esta nueva película. Los malos siguen perteneciendo a diversos países europeos, una característica algo xenófoba de los anteriores filmes que llegaba incluso a recalcar su entrada en escena con el Himno a la alegría que, no lo olvidemos, es también el himno de la UE. Pero esta vez el terrorista es de casa, y más que de casa, del meollo mismo del club de los vigilantes. Es curioso que para los terroristas a los que se enfrenta Mclane no exista nunca la ideología, sino la motivación económica. También, por primera vez, los burócratas y jefazos del FBI no son presentados como unos calzonazos inútiles.
Hay altibajos de ritmo cada vez que se paran a tomar aire (y McLane, a estas alturas, y es bueno que así sea, se tiene que parar mucho a tomar aire) y cambiar de vehículo y dar explicaciones. Pero es que un guión tan milimetrado y prodigioso como el de la película original es, hoy por hoy, un imposible. La fisicidad de los enfrentamientos de McLane se ha sustituido por espectacularidad motorizada. Hay un par de muy buenos momentos: la pelea en el ascensor, la persecución por la autopista regada de coches abandonados, y el remate contra un F-35.
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