Todas las generaciones comparten la creencia, mayormente ficticia, de que el mundo empezó cuando ellos nacieron, que antes la vida no existía o era, como mucho, en blanco y negro y con carmín exagerado y sujetadores de copa. Es un meme como cualquier otro que se propaga cada vez más, con el agravante de que se le suma el desprecio hacia todo aquello que existió antes de que existiéramos, convencidos de que, puesto que no estábamos allí, no merecía la pena.
Mi quinta, la de Alfonso Merelo, no escapa posiblemente de esa sesgada y errónea manera de ver el mundo. Pero mi quinta, la de Alfonso Merelo, coincidió en el tiempo con el nacimiento y la popularización de ese aparato mágico que brotó de pronto en todas las casas. Mi quinta, la de Alfonso Merelo, despertó a la vida al mismo tiempo que nuestros padres (y, sobre todo, nuestras abuelas) se sorprendían cada tarde ante la tele. Cierto es que, con el paso del tiempo, nos hemos acostumbrado a almorzar y cenar con los bustos parlantes entregadores de malas noticias, llenando de silencios las relaciones familiares, pero durante buena parte de aquella década que luego se rebautizó prodigiosa padres e hijos (y abuelas) tuvimos en común el asombro y hasta la adoración del nuevo lar al que le habíamos abierto hueco en el salón de nuestros hogares.
No me es difícil imaginar, en las dimensiones hiperespaciales que nos separaban, en el otro extremo del universo que es la ciudad donde los dos nacimos el mismo año, a Alfonso Merelo niño cayendo de rodillas, subyugado, ante las historias que nos mostraba la televisión de cadena única. Y no es extraño, claro, porque aunque perdido en las constelaciones de amigos comunes que el tiempo se iba a encargar de entrelazarnos, yo sentía la misma fascinación que él, que todos los niños de aquella época.
Por si ustedes no estuvieron allí, o no lo recuerdan, era la época de Herta Frankel y la (insoportable) perrita Marilyn, de Tony Leblanc y Kid Tarao y Cristobalito Gazmoño, de Escala en Hi-Fi y El Virginiano. De Bonanza, y Barco a la vista, y Aquí está Lucy, y La casa de los Martínez, y de Bronco, Cheyenne, Valle de Pasiones, Cimarrón, Mannix, Ladrón sin destino, Daktari, Maya, Estudio 1, las novelas, Por Tierra, Mar y Aire, Lariat Sam y Los Picapiedra.
Fuimos y somos hijos de lo catódico, de los doblajes neutros y el desorden típico a la hora de emitir los capítulos de continuará. Nos lo tragábamos todo, si nos dejaban, y en seguida nos fuimos dando cuenta de que, sí, los capítulos de Antena Infantil que más nos gustaban, antes de que le dieran la boleta a Locomotoro y lo cambiaran por Poquito y se popularizaran como Los Chiripitifláuticos, eran aquellos donde aparecía el robot Robustiano, un espanto de cartón y foam y bombillitas que nos llenaba de admiración (siempre nos cargó la princesa Saporima).
Si hubiéramos sabido que ya existía el psicoanálisis, lo mismo hasta nuestros padres se habían asustado por nosotros. Pero, sí, pronto nos dimos cuenta de que, vale, nos gustaban las series de gracia (el término sitcom todavía nos era desconocido), y las de detectives, y las de vaqueros, pero donde de verdad nos encontrábamos a nuestras anchas era en aquellas series raritas, donde la fantasía científica, el terror que nos asustaba muchísimo más de lo que luego hemos podido comprobar que en las imágenes había, la fantasía y la tecnología bondiana (antes también, claro, de que supiéramos quién era Bond, James Bond) nos ayudaban a asomarnos a un mundo que se parecía además a los tebeos y a nuestros sueños. Era la ciencia ficción de las marionetas de Stingray, El Capitán Escarlata, los Thunderbirds o El meteoro submarino; de los meñíques estirados de Los Invasores y la parodia del terror de La familia Münster; de los telépatas de Los invencibles de Némesis y las cuchilladas de El fantasma del Louvre, de la Tierra de Gigantes, los gadgets steampunk de Jim West o El Superagente 86 o El agente de CIPOL y los cuellos altos de la pareja de hecho de científicos perdidos en El túnel del tiempo y el pip pip pip de los sonares de Viaje al fondo del mar. Créanme ustedes que cuando se tienen pocos años y te mandan a la cama para que no veas ¿Es usted el asesino? o Historias para no dormir, y no puedes conciliar el sueño porque lo que se oye desde el salón te da muchísimo más espanto que si estuvieras allí viendo a Narciso Ibáñez Menta te quedas marcado para toda la vida.
Así fue nuestra infancia televisivo-fantástica, y así continuó nuestra adolescencia, cuando nos interesaban ya tanto las aventuras del coronel Striker y su grupo Shado en OVNI como las minifaldas exageradísimas de las controladoras de la estación lunar, cuando los fines de semana eran mejores porque reponían Perdidos en el espacio y hasta éramos capaces de tragarnos banalidades como El planeta de los simios o, peor todavía, La fuga de Logan o Espacio 1999.
La nostalgia entroniza, a veces con todo el derecho del mundo, muchas de aquellas series que hoy tan sólo existen en nuestros recuerdos. Quizá las tenemos en un altar demasiado magnificado para lo que eran, pero no cabe duda de que ofrecían, para los niños y los adolescentes que fuimos, todas las pistas posibles para que después no nos perdiéramos en el camino de losas amarillas de nuestra afición a la fantasía y la ciencia ficción. Hubo en ellas en efecto episodios memorables, y estoy seguro de que también los hubo para salir del paso. Pero dejaron huella. Constreñidos por el medio televisivo (o sea, premura de tiempo y falta de presupuesto), eran productos que supieron salir airosos hasta que la tecnología ayudó a que sustituyéramos las carcajadas del adulto incrédulo al ver al extra de cada semana vestido de extraterrestre de goma por el asombro ante los efectos especiales digitales o los giros narrativos que permiten crear historias continuadas que duran docenas de episodios, eso que JMS (no, no voy a escribir el apellido entero) llevó a la ciencia ficción televisiva: el arco.
Los mismos elementos que nos alegraron las pajarillas (invasiones extraterrestres, viajes en el tiempo, monstruos mutantes, vampiros, espías tecnológicos) siguen repitiéndose en las series de televisión más recientes, quizás porque no hay nada nuevo bajo el sol, posiblemente porque, mientras que en el cine no se puede escapar de una eterna adolescencia eterna en la temática fantástica, la televisión es capaz de coger esos elementos, desarrollarlos, explorarlos a fondo y ofrecer una visión sorprendentemente fresca, adulta y divertidamente seria.
Hoy por fortuna ya no vemos estas series con la ceja alzada y la sonrisa a flor de labios, sino con verdadero interés, porque es mucho y bueno lo que ofrecen. Quizá en el futuro, cuando la televisión evolucione aún más, se vean los avances narrativos y tecnológicos que ahora disfrutamos con la misma sorna con que ahora captamos los cables que sujetaban las naves espaciales o las marionetas de los años sesenta, pero de momento es lo que tenemos, y a la perfección formal, ya digo, se le viene sumando desde hace bastante tiempo un inusitado rigor narrativo. Sin dejar a un lado la diversión ni la pasión, que ésa es otra.
Aquel niño de mi quinta que fue Alfonso Merelo se complace ahora en repasar las series de ciencia ficción y fantasía más recientes, esas que hoy podemos atesorar como oro en paño en DVD para volver a analizarlas y disfrutarlas una y otra vez. Una cosa ha aprendido mi generación, y es que hubo vida y arte antes que nosotros, y por lo mismo no nos da la gana despreciar lo que hicieron otros, y al mismo tiempo sabemos que hay que conservar para el futuro las joyas indispensables de este momento. Este libro es una buena prueba de ese amor por nuestro presente, que arranca de un pasado común y se extiende hacia el futuro.
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