2007-09-03

1234. SON DE PIEDRA



Cuando las piedras hablan cuentan cosas. Esto lo sabía Chloe desde muy niña; por eso había comprado esta casa. En el larguísimo paréntesis de espera y silencios que fue su infancia, no necesitó (no demasiado) la compañía de gentes de su edad, una mano paralela que sujetara la comba, una raqueta igual para el revés, ni luego un carmín que compartir, ni una confidencia ante el espejo, con un cigarrillo para dividir ese pecado a medias. Ella tenía las piedras. Y las piedras, lo que contaban las piedras, la ponían en contacto con otras historias, con otras personas y con otras almas.

Al principio, claro, cuando vio que aquella cualidad sólo era suya, le dio un poco de miedo. Luego se fue acostumbrando tanto que recorría las calles asombrada, tocando los barrotes de las ventanas, acariciando los cañones colocados boca arriba en las esquinas, acariciando puertas con la palma de la mano (la madera era peor que la piedra o el metal, contaba menos, como un televisor que de pronto se vuelve todo estática) y recogiendo guijarros como si fueran pepitas de oro; a veces, lo eran. Se acostumbró tanto, se emborrachó de tal forma de esas lecturas, en realidad, que durante un periodo de su adolescencia se quedó sorda a esas historias, como si ya no existieran, como si de pronto la sabiduría de las piedras le hubiese dado la espalda. Tuvo que deberse, sin duda, a los cambios de su sangre, porque cuando el poder regresó, después de aquella noche tardía de miedo y ansia, la canción del pasado retornó con una cacofonía de corcheas. Tanto, que tuvo que volverse selectiva, aprender a ser ciega y sorda, volverse autista a los secretos que el pasado susurraba a gritos, colándose por los poros de su piel, acariciándole los muslos mientras subía poquito a poco por su cuerpo, empezando desde las plantas de los pies hasta atorarse, a veces, en su garganta. Por eso ya nunca visitaba los museos, y tuvo que abandonar el viejo sueño de estudiar arqueología (si además era alérgica a los ácaros) y tuvo que contentarse con el latín y el griego: hubo un periodo de su vida en que no quiso querer ser lo que por el destino era.

Y aprendió que no es cierto que las penas se acaban cuando se termina la vida, como tampoco se acaban las alegrías, sino que todo queda ahí, como enquistado en ámbar, testigo del tiempo y de un tiempo, un tesoro de recuerdos y vivencias que sólo estaba esperando alguien que fuera capaz de abrir el cofre, y prestar atención, y recuperar esa historia. Había amor en esos cuentos, y había miedo, y soledad, y lujuria, y ansiedad, y misterio. Una ciudad con tres mil años de historia era, además, una ciudad con tres mil años de leyendas, y a veces Chloe pensaba, agobiada por ser aquel canal receptor de tanto pasado en que a la fuerza se había visto convertida, que era una suerte lo que dijo aquel cantaor (Pericón, tal vez fuera): Cádiz es tan antiguo que no quedan ni ruinas. No era del todo cierto, claro. Ella sabía mejor que nadie cuánto puede arrancarse del contacto con una piedra.

Por eso compró aquella casa, porque la atraía de siempre el silencio de la calle donde estaba, porque todo a su alrededor era, siguiendo el símil, como un televisor apagado donde no se escuchaba, en las tardes de agosto, la voz lejana de un comentarista deportivo, o la música estridente de una película. Porque aquella calle, sin duda por la presencia de aquella casa, tenía el olor, la música, hasta la luz y la temperatura del verano, de las tardes de agosto, cuando el calor del sol hace chirriar el pavimento, y los perros se tumban a la sombra como si se dejaran cocerse poco a poco, y no se oye un alma, ni cantan los jilgueros, y sólo muy lejos, como si fuera de mentira, se sabe que pasa un coche o ronquea una motocicleta. Durante mucho tiempo, Chloe estuvo convencida de que nadie más que ella era consciente de la existencia de aquella casa.

Tocaba los muros, pero la casa le daba la espalda. Acariciaba los postigos cerrados de las ventanas, pero la casa se hacía la tonta. Frotaba como si fuera una lámpara maravillosa la madera renegrida y cascada del portalón, pero la casa no osaba abrir la boca, castigada, en tensión, como una bomba que contiene la respiración porque sabe que, de lo contrario, estalla. El enfado, el castigo, la ceguera de aquella casa, el misterio de su silencio fue uno más de los muchos misterios que acosaron su infancia. Luego, porque su cuerpo la llamaba y se quedó sorda, la olvidó, como se olvida el primer amor o el primer cigarrillo, como se desfigura el primer beso o se inventa una la realidad ante el espejo, porque si cruel es el juicio de los otros, más terrible es el juicio propio, y por eso conviene enmascararse una misma, en su actos, levantando un muro de mentiras.

Pero la piedra envejece a ritmo más lento que los hombres, y por eso, cuando Chloe aceptó que no podía negar quien era, cuando consintió en abandonar un sueño de normalidad para integrarse en la verdad de lo que quizá habría preferido no ser jamás (telépata, médium, psíquica, echadora de cartas, bruja), con los primeros ahorros conseguidos tras los anuncios en la televisión local, volvió a aquella calle donde siempre era verano, y buscó la casa que iba a ser, estaba segura, algún día su propia casa.

Le costó trabajo encontrarla, quizá porque la casa jugaba al escondite con ella, poniéndola a prueba, quizá porque los barrios antiguos de cualquier ciudad, y más en ésta, tienen ese humor juguetón que juega a confundir a quien los recorre maravillado del rompecabezas de su trazado y de lo diminuto y estrecho de sus edificios: la propia Chloe, cuando todavía era maestra, se perdió dos veces con un puñado de chavales en Toledo, en el trayecto que va de la Catedral a la Sinagoga, y eso que los vecinos le repetían una y otra vez que estaba prácticamente en línea recta.

La casa, sí, la estaba esperando, como una gata recelosa que quiere y no quiere un mimo, y saca las uñas, y afila la lengua. Sin entrar todavía, sin decidirse, Chloe acarició de nuevo los postigos, los muros, la madera, pero sólo escuchó silencio, una voz muda que se negaba a pronunciar palabra. Eso no era normal, por lo menos en ella, que había tenido que levantar una muralla propia entre sí misma y cuanto tocaba, para no volverse loca o, al menos, para no vivir en realidades que no le pertenecían, porque aunque no estuvieran muertas pertenecían a un pasado que sólo podía revivir, no adulterar. Y por eso supo que tendría que domar aquella casa, si era posible, como se doma a un caballo salvaje o a tu propio cuerpo, cuando eres adolescente y sientes el tambor de guerra de tus hormonas queriendo campar libres, ajenas al entramado de una sociedad que igual te coarta que te vuelve, por eso mismo quizás, menos animal de lo que eras.

Pero si la casa se había declarado en voto de silencio perenne, no se podía decir lo mismo de otros edificios colindantes, otras casas menos misteriosas, menos agraciadas, incluso más feas. Y tocando acá y allá, y sorteando chismes, y olvidando lamentos, y evitando otras historias que no le interesaban o a las que no tenía derecho, Chloe descubrió lo que ya había adivinado sin necesidad de entrar en contacto con el alma de la piedra: dentro de aquella casa, tras aquellos postigos, más allá de aquella puerta, en otro tiempo lejano había vivido alguien como ella, alguien que nació con el rostro enmadejado de placenta y sin líneas en la palma de las manos, alguien que conocía los nombres de la luna y podría haber bailado sin música en cualquier bosque, si quisiera escuchar la canción de la tierra. En aquella casa, naturalmente, había vivido una bruja.

En su profesión, si profesión era, Chloe sabía que había muchas mentiras, mucha patraña, mucha impostura y mucha falta de pudor. Y también mucho dolor asumido, mucho sufrimiento surrogado, mucha incapacidad para manejar los hilos de la realidad y aceptar lo que implicaba el don de la visión, como le pasaba a ella misma. Brujería y soledad, hoy, iban cogidas de la cintura, convirtiendo los aquelarres prohibidos de antaño en un tango sin bandoneones. Nunca había querido Chloe conocer a nadie igual que ella, porque sabía que el dolor se multiplicaría, que la soledad y el silencio harían más daño, porque no podría haber camaradería entre ellas, sino enfrentamiento, como dos gatas en celo que disputan irracionalmente entre sí, aunque no exista un macho que las lleve a la tapia. Y eso iba a ser, claro, lo que le sucedía a la casa: la esencia de una bruja que allí habitó en otra época se negaba a compartir con ella las vivencias que había experimentado a través de otras historias, leyendo quizás otras piedras, en una cascada de reflejos que se repetían hasta el infinito, por egoísmo tal vez, o por incapacidad de soportar esos dolores, quién lo sabía.

Y así, endeudándose hasta las trancas, Chloe adquirió aquella casa. Se sorprendió de que dentro hubiese un jardín en torno a un pozo, y que el árbol que allí se levantaba, viejo y torcido, no estuviera ya muerto, consumido por el aburrimiento de no tener a nadie que le silbara entre las hojas, si el viento era incapaz de colarse tras aquellos muros desconchados, porque el silencio de la casa funcionaba igual hacia adentro que hacia afuera. En las habitaciones concatenadas ni siquiera quedaban muebles viejos, excepto un cuadro ajado de una Santa Cena en alpaca, renegridos todos los apóstoles menos Judas, que brillaba plateado como si todavía quisiera defender ante el vacío su inocencia, y el propio Jesús, que resplandecía como una moneda recién acuñada.

Si esperaba que la casa le hablara en cuanto fue suya, Chloe se equivocaba, porque insistió en su actitud, rebelde a su presencia. Si tenía algo que contar se cuidaba muy mucho de abrir las imágenes de su silencio, y por eso Chloe decidió no obligarla a nada, si tampoco sabía, y hasta agradeció, por una vez, poder retirarse del ruido de los demás y vivir allí dentro ella sola, como en una campana de privación sensorial, apartada de los ruidos de otras vidas. Retocó lo necesario las paredes, repintó los techos, hizo cambiar alguna viga, y con dolor de su corazón echó abajo un tabique. No quería que la casa creyera que la estaba torturando, pero el pozo del patio estaba seco, y por muy hermosa que hubiera sido aquella casa, y ya no lo era, Chloe no iba a pasarse, hoy, sin los beneficios del agua corriente y un buen cuarto de baño y una buena cocina alicatada.

Del silencio de las paredes Chloe sólo pudo extraer, y a su pesar, una enorme sensación de tristeza. La presencia que la casa había absorbido, hasta contagiarse, había sido una mujer triste, una bruja desgraciada, y a veces Chloe despertaba a media noche, llorando sin saber por qué, manchada de aquella sensación de impotencia y culpa que en ocasiones la casa tampoco era capaz de contener. Alguna madrugada oía llantos, pero sabía que no estaba llorando exactamente nadie o, más bien, que era nadie quien lloraba. Y entre susurros despertaba cuando una voz, que era quizá su propia voz, la voz de Chloe, murmuraba algunos nombres de los que sólo podía recordar, porque se repetía dos veces, uno solo: el nombre de Ágata.

No había que ser experta en cartas para comprender que aquel era el nombre de la bruja o, más bien, el sobrenombre que se había impuesto, porque tampoco Chloe se llamaba así, pero siempre es bueno ocultar tu rostro tras alguna máscara. Ágata, Ágata, la bruja triste, la bruja encelada, que quizá murió aquí mismo, donde ella practicaba quiromancias, o donde dormía, o quizá fuera en el patio, junto a aquel árbol que no recibía el viento. Ágata, Ágata, la bruja que era como ella y no le hablaba.

Chloe sabía que no le quedaba más remedio que respetar el silencio de aquel dolor, aunque transpirara tristeza, y esperaba que, si alguna vez, alguna bruja o algún médium del futuro entraban en contacto con algo que hubiera entrado en contacto con ella, supieran también respetar lo que estaba siendo, el cúmulo de contradicciones y esperanzas, de pecados y arrepentimientos, de buenas acciones y de torpes escapadas que componían su vida, como sin duda componían la vida de cualquiera. No se atrevía a imaginar, porque tampoco tenía ningún derecho, que la casa la estuviese poniendo a prueba, pero a aquel nombre repetido en la soledad y el silencio de la noche, poco a poco, vinieron a unirse el olor de los jazmines que en el jardín ya no florecían, el rasgueo de alguna guitarra inexistente, texturas de lino y seda, y sabores a café y a ron de azúcar de caña, el relámpago de alguna imagen vista a través de unos ojos que se habían mirado en el espejo que alguna vez cubrió la pared que cubría el espejo que aquí había ahora.

Chloe no sabía qué abrió por fin el manantial entre la piedra, si la visita a la casa de aquel hombre que nació un día de fuego, o la prueba que quizás ella pasó cuando ayudó al espíritu de aquel chiquillo que murió en la explosión de ese mismo día, cuando tuvo en su alma la canica a la que después dio paz al enterrarla en una palmera, o quizá fuera un aniversario, posiblemente, pero Chloe se despertó a media noche oyendo risas juveniles, el llanto de un niño, la pasión de alguien que hacía el amor donde ella estaba ahora, cuando hubo en este sitio otra cama y otros cuerpos y no ella sola, y luego silencio, un silencio cargado de culpa, y el aleteo continuo de papel satinado, ese papel que ella tan bien conocía, el papel de los naipes que, sembrados sobre la mesa, contaban a los clientes historias que no querían saber, en realidad, pues normalmente poder vislumbrar el futuro tan solo te hace doblemente desgraciado, si no puedes evitar lo que te espera, y saberlo nunca permite cambiar en qué vas a convertirte, porque tampoco sabes cuál es la otra alternativa que se te abre en la vida.

En aquel remolino de sinestesias, aquella noche, Chloe se levantó descalza, y apenas había puesto el pie izquierdo sobre el suelo, fallando la alfombra, cuando el contacto con la piedra la hizo quebrar por fin la mudez de la casa, y sintió un grito desgarrado roerla por dentro, marcándola de tristeza y arrepentimiento, y las imágenes cayeron en cascada, desordenadas como una baraja de cartas, todas a la vez, buscando un hueco donde asentarse, el loco, los amantes, la muerte, la torre, la doncella, el ahorcado, signos de aire, signos de fuego, signos de tierra y signos de agua, la historia contenida tanto tiempo, mantenida a presión, que ahora estallaba, que podía leer ya, poquito a poco, con paciencia y comprensión, con mucha lástima, mientras ordenaba aquel mazo de experiencias ajenas que había corrido libremente por los huecos de su cuerpo y las iba colocando despacito y en orden, como si hiciera un solitario aunque jugaba también, lo sabía y lo notaba, una doble mano con las manos de Ágata, Ágata.



Era música de habanera, y la luz de la media tarde en verano que siempre acompañaba a esta casa, y los olores de barcos de vapor, y el sabor de la marimba y la caricia de un canotier entre los dedos, o tal vez fuera un bastón de paseo, fino y estirado, no un bastón que ayudara al andar, sino un bastón que afectaba una moda; agua de colonia suave, cigarros de la hoja más pura, restos de otro tiempo, antes sin duda de la explosión del Maine. Todo eso se coló de pronto por las entrañas de Chloe, haciéndole cosquillas en el alma. Y entonces supo la historia de Ágata, Ágata, que fue una bruja triste que vivió aquí, en esta casa, tan cerca del puerto donde aquellos barcos de vapor trenzaban el contacto con La Habana, que dicen que tanto se parece a Cádiz, como si fueran la misma ciudad plantada dos veces por encima de un enorme charco de agua.

Ágata, Ágata, ya no era una mujer joven. Ágata, Ágata, quemada por el don, echadora de cartas, quién sabía si no había aprendido todo aquello en una macumba en Varadero, adonde había acudido de más joven (Chloe no llegaba a comprender bien esta parte) en busca de respuestas que, a la postre, acabarían por partirle el alma a pedazos. Ya no era una mujer joven, no, ni todavía una anciana, pero cuando vivió aquí, cuando vino a vivir a esta casa por primera vez, hacía más de un siglo, aunque su rastro ahora era fresco, como si acabara de entrar por esa puerta, llevaba en el corazón una pena muy grande y también una alegría sin precio. La pena se había llamado Isaac, la alegría vestía tirabuzones y se llamaba Ángela.

Caían las cartas. En este patio, a la sombra de este árbol que entonces no era un árbol solitario, sino que canturreaba cada tarde con el viento, y se alzaba hacia el cielo y era amigo de los pájaros, en este patio Ángela corría, y más tarde aprendía a comportarse, y hacía costuras, y repulgaba enaguas, y estudiaba el catecismo y, sobre todo, observaba cómo su madre, Ágata, Ágata, echaba las cartas. Chloe supo que Ángela quiso aprender los arcanos, pero había un muro entre la yema de sus dedos y ese don que, por fortuna, no está al alcance de todo el mundo. La chiquilla quería ser como su madre, pero su madre, Ágata, Ágata, ya había visto en esas mismas cartas que por suerte estaría siempre ciega, que no podría escudriñar otros secretos, que era libre por ella misma y tenía extendido ante sus pies todo el camino despejado que ella quisiera ir recorriendo, sin cargar con las penas ni las culpas de nadie. Ágata, Ágata nunca quiso leer el futuro de la niña, porque el futuro duele, porque el futuro marca, y el refrán del cuchillo de palo y la casa del herrero también se debe aplicar, más que en ningún caso, a los que sirven de hilo entre las realidades arcanas y los vaivenes del tiempo: Chloe tampoco echaba nunca las cartas a la gente a quien quería, porque el retroceso de aquella arma podía salpicar de dolor a quienes buscan, en el fondo, una alegría que los convenza de que serán capaces de seguir un buen camino.

Una nueva carta que buscaba su sitio, la figura de otra muchachita joven, y un nombre que significaba paz. Irene, sin duda. Era ella quien había acabado... no, esa carta iba al final de la baraja; Chloe la hizo bailar entre unos dedos inexistentes, la colocó en su lugar, leyó en el orden necesario la madeja de la historia. Irene, sí, delicada, hermosa, esbelta, otra niña de la edad de la niña Ángela, con los mismos tirabuzones, las mismas enaguas, y unos ojos azules como la mar y el cielo. Irene, la hermana que no tuvo Ángela, su amiga de la infancia en esta casa nueva. Confidente, camarada, la otra mano en la comba que Chloe no había tenido nunca, el cabello que Ángela peinaba cuando Irene no le peinaba el cabello a ella. Chloe sintió una comezón de envidia, eso que siempre le producía saborear una vida ajena que, de improviso, y a veces sin que ella quisiera, se superponía a su vida y hacía que por contraste comprendiera lo distinto que puede ser el mundo a los ojos de otra persona.

Las muchachas crecían, rompiendo con sus risas el silencio de la casa, distrayendo el revoloteo de las cartas que iban echando sobre el tapete, para ganarse la vida, las manos sin líneas de Ágata, Ágata. Una primera comunión se celebró en este mismo patio, con el árbol en flor, un jueves de Corpus, cuando Cádiz se engalanaba entero y se cubría de flores y de toldos blancos y paseaba ante el mar la Custodia que la Catedral guardaba. Luego, muchos años después, muchas cartas más tarde, una puesta de largo, una presentación en sociedad, abanicos y limonada, y muy lejos, al fondo, música de pasacalles que convertían en alborozo los lamentos que, en otra época más lejana, habían dejado su marca en las paredes del Callejón de los Negros.

La carta del amante se llamaba Rubén, y tenía la sonrisa blanca y una mirada de fuego que acompañaba a una voz musical, con deje guajiro y modales muy serios. Un caballero joven, indiano, predispuesto, pariente lejano tal vez del hombre de quien Ágata, Ágata era viuda, un sobrino o quizás un apadrinado, hijo de algún amigo. En tiempos de cortesía, cuando la gente no confundía sus sentimientos con sus sentidos, tuvo que ser natural que pasara lo que pasó, que como dos tórtolas Ángela e Irene se sintieran atraídas por el trote altanero de aquel hombre a quien las dos imaginaban alcotán y que, confundido entre ambas, conquistado, apenas era capaz de levantar el vuelo. De las confesiones ingenuas entre las dos muchachas se fue pasando a secretos revelados, un cruce de notas que sustituyó a la atrevida búsqueda de miradas, el galanteo en este jardín, bajo este árbol, las risas que todavía resonaban entre estos muros, si se prestaba atención y no se confundían con lo que luego trae toda risa que se precie; su revés de moneda, mismamente: el llanto.

Atraídas por la presencia del muchacho Ángela e Irene compitieron brevemente una con la otra, sin revelarse del todo el juego a espaldas de la amiga, y de la confidencia antigua fue surgiendo un recelo nuevo. Una de las dos iba a perder, eso lo sabía Ágata, Ágata, porque en amor se pierde siempre o se gana una vez únicamente, y las cartas le habían dicho, cuando nadie miraba, con cuál de las dos palomas iba Rubén a construir su nido. Se le partió el corazón, a Ágata, Ágata, por la misma línea donde lo tenía ya roto, pero es ley de vida y la madurez implica que tienes que aceptar los bofetones que te da el destino. Allí estaba el futuro, claro como una señal en el mar durante la noche: entre Ángela e Irene, entre su hija y su amiga, Rubén iba a decidir amar a una sola de ellas, porque para eso era un caballero, y la inquietud de las primeras semanas se resolvió pronto, como tenía que ser, y desde entonces solo tuvo ojos para una de ellas, para la muchachita esbelta de mirada de mar y cielo. Era así como tenía que ser, como ya estaba escrito, y Ágata, Ágata lo aceptó, porque la vida de otros es un tren que se ve pasar y al que sólo se puede agitar un pañuelo, y rezó a la Virgen del Rosario, tan cerquita de casa, para que Ángela se recuperase pronto del mal de amor nunca cumplido, aunque ella llevaba ya veinte años suspirando de tristeza por un amor, Isaac, que estaba muerto.

Pero la aparición de la carta boca abajo le indicó a Chloe que Ángela no aceptó la derrota, como no suele aceptarla nadie, ni en el amor, ni en el juego, ni en la política. Se sabía bonita y despechada, se sabía joven y condenada a ser vieja, se sabía libre y se estaba viendo esclava, para siempre, tras los muros de esta casa. El runrún de las paredes, todavía, contenía el eco de su llanto, mezclado de fondo, en contrapunto, con los llantos que vendrían más tarde. Nunca iba a amar a nadie como amaba a Rubén, el galante indiano, y se negaba a aceptar que otro alcotán, otro azor, otro milano acaso pudiera atraer con su vuelo su mirada de paloma entristecida. Lloró, maldijo, suplicó, se convirtió en la primera alma en pena que marcaría su dolor en las habitaciones de esta casa, hiriendo de tristeza al árbol viejo, contagiando de frío y soledad el cuadrado perfecto de las losas. Y Ágata, Ágata, con el corazón partido, veía a su hija enflaquecer, herida de loco amor, ni siquiera caprichosa. Nadie está preparado para perder, ni en amores, ni en juegos, ni en política, pero duele ver repetirse en quien amas el dolor de la pérdida que supone renunciar a un amor que te dio la vida.

Chloe supo lo que iba a pasar antes de que la piedra lo revelara, quizás porque había vislumbrado el futuro de lo que había pasado al barajar con torpeza aquellas cartas que corrían por su sangre, jugando a las tabas con sus huesos. Desesperada, insensata, intrépida, Ángela pidió a su madre lo que no podía ser, lo que no podía pedirse: que interviniera, que usara su poder de bruja para satisfacer su mal de amores. Y Ágata, Ágata, más dolida que su hija, le recordó que el poder no existe para el provecho propio, que el futuro quema como un hierro al rojo si se pretende agarrarlo, que el paso de las vidas es un corcel salvaje que no puede montarse sin pagar el precio de que te desarzone y te rompa la cabeza.

Ángela insistió, suplicó, lloró. En su mirada de niña se marcó de pronto una expresión de loca que era aún más dolorosa que el rencor de sus palabras. Irene y Rubén no sospechaban, y aceptaban las excusas que, en la puerta, les iba dando Ágata, Ágata: está enferma hoy también, está agotada, está dormida. Y Ángela recorría estos pasillos, Chloe la estaba viendo ahora, vestida de blanco, con un camisón que podría haber sido lo mismo un traje de novia o una mortaja, arañando las paredes, escribiendo aquí mismo una letra R que ya ni se notaba, deseando el mal para su amiga íntima porque no podía nadie darle el bien que para sí buscaba.

Chloe no tenía hijos, ni posiblemente los tendría nunca, pero sabía lo que es capaz de hacer una madre por su hija. Por eso no le extrañó, si ya lo sabía, que Ágata, Ágata, los ojos cerrados, consintiera en echar las cartas una vez más, para certificar que Irene y Rubén tenían por delante un destino juntos, para ver qué signo positivo podía encontrar en los arcanos para el futuro de su niña. Chloe quiso gritarle al pasado que no lo hiciera, que el precio era alto, que la tentación desgarraba, y vio cómo aquellas manos tan blancas que parecían de cera virgen iban barajando y sirviendo, la doncella, el caballero, la torre, el tiempo, la reina, el loco. Y vio que, en efecto, el tarot confirmaba lo que ya había visto, los senderos que ya estaban escritos en el corazón de las estrellas. Y notó Chloe, como si fuera su propia mano la que temblaba, el temblor de los dedos de Ágata, Ágata, y la carta que tendría que haber salido a continuación, y no salió, la carta que hizo oscilar y perderse de nuevo en el mazo, consumida y perdida, la carta con la que alteró el futuro e hizo trampas.

Un gesto tan sencillo en aquel solitario a solas y se cambió el destino. Si había un precio a pagar, Ágata, Ágata estaba dispuesto a pagarlo, ahora y siempre, porque como buena madre pensaba que su hija se merecía, al menos, aquella chispita de felicidad. Aquella noche llovió, un granizo negro que rompió los cristales y tuvo a las sirenas de los barcos ululando como locas. Pero amaneció un día blanco que secó la ropa tendida en los cordeles y agitó los gallardetes de los palos mayores de todos aquellos trasatlánticos que salían con destino a América.




El cambio fue brusco, pero era posible que no lo hubiera notado nadie. La relación de Rubén con Irene se enfrió, y de pronto todas las atenciones del indiano se volvieron hacia Ángela, que quizá no imaginó nunca que su madre había hecho trampas con las cartas y estaba viviendo un espejismo gracias a un precio que después iba a suponerles tanto daño. En menos de dos meses, la situación cambió, y ya no fue Irene quien recibía notas de amor, ni paseaba por San Juan de Dios arriba con aquel hombre de sonrisa blanca y ojos oscuros, sino que era Ángela quien se comía con la mirada a aquel alcotán que había venido a posarse en su nido. Si Ángela no sospechó nada, menos aún lo sospechó Rubén, y todavía menos pudo imaginarlo Irene, que demostró tener mejor perder, o quizás fue mejor actriz de lo que cabría imaginarse y dejó el camino expedito cuando vio que estaba de sobra.

A Ágata, Ágata se le partió de nuevo el corazón cuando vio que la luz de mar y cielo de aquella muchacha que quería como una hija se apagaba de pronto, pero cualquier remordimiento se ignoraba cuando veía brillar los ojos de su propia hija. Rubén y Ángela se casaron un quince de agosto, en aquella blanca iglesia del Carmen que parecía, también, un trozo de La Habana traído piedra por piedra, la imagen de cualquier edificio de las colonias reflejada frente a una bahía que todavía era rica, en una ciudad que ya había visto tiempos mejores pero no podía imaginar, como Chloe conocía, qué cotas de hundimiento y olvido le esperaban.

De Rubén y Ángela eran aquellos susurros que Chloe escuchaba en su cama, aquel friegue de cuerpos, aquella consumación de almas, solos ella y él marcando en la piedra el sonido de un amor que era real, o eso creían, y se convertiría aquí en eterno aunque su gozo sería breve. ¿Qué tiempo duró aquel espejismo de felicidad? Chloe no podía decirlo, era un detalle que se confundía con el futuro que contaba simultáneamente el rastro de aquellas vidas marcadas en la casa. Un año, quizás, el tiempo justo para que Irene se marchara a otros puertos y Ágata, Ágata olvidara fugazmente que todavía tenía que llegar el revés de la campana que ella misma había hecho tañer.

Estaba hecha a perder a su hija, porque sabía que tarde o temprano el indiano volvería a La Habana. Acogió con felicidad la idea de que Ángela, embarazada y débil, esperase aquí mientras Rubén resolvía negocios, porque no quería nadie arriesgarse a que el viaje por barco fuera más azaroso de lo que ya era. Ágata, Ágata no quiso mirar las cartas, no se atrevía a asomarse a ver qué castigo podía esperarle tras su truco innoble. Rubén volvió a Cuba, prometiendo regresar antes de la primavera, cuando nacería la criatura.

El parto se adelantó, quizás por la impaciencia de la espera. Un niño que llamó al mundo con fuerza, pidiendo su parte del aire, gritando en su llanto primero un nombre que sólo Ágata, Ágata supo descifrar nada más verlo. Ángela cogió al pequeño en brazos, en esta misma habitación donde ahora estaba Chloe, en la cama que había donde ahora estaba este sillón, y le preguntó a su madre cómo se llamaba. Ismael, confió Ágata, Ágata, y Ángela sonrió, y dijo que tenía los mismos ojos de su padre. Se llevó sin duda aquella mirada a la tumba, cuatro días después del parto.

Los meses de esperar el regreso de Rubén se convirtieron en una eternidad de veinte años, porque en respuesta a la noticia Rubén montó un caballo innoble, galopó hasta el puerto, con la intención de coger el primer barco que para Cádiz zarpara, y al atravesar la marimba acabó por engancharse en una rama de la que quedó colgando, como anunciaba su carta, y nadie acudió a rescatar su cadáver hasta tres días más tarde, cuando ya había sido pasto de chotacabras y la ropa se le había pegado a un cuerpo que se derretía como si estuviese hecho de caña de azúcar. Nunca pudo, por tanto, regresar a España, ni conoció a Ismael, ni supo que el destino es cruel y hace pagar por igual a quienes juegan con él y quienes son sus muñecos.

De ahí arrancaba, lo comprendió Chloe ahora, mientras lloraba lágrimas repetidas aunque para ella fuesen lágrimas nuevas, toda aquella tristeza que permeaba las paredes, los rincones, los huecos, los suelos, los zaguanes de esta casa. Durante veinte años largos, veinte años eternos Ágata, Ágata tuvo que purgar su pecado, su osadía, convertida a la vez en madre y abuela del niño que corría por estas habitaciones y grababa brevemente sus risas para la eternidad, sin saber el dolor infinito que causaba en la anciana bruja la inocente alegría de sus carcajadas.

Ese es el precio, y tal como lo sabía Chloe lo había sabido, sin duda, Ágata, Ágata. Lo que está escrito no se puede borrar, porque crear un renglón nuevo puede desviar el sentido de toda la página, de todo el capítulo, de todo el libro. El silencio se apoderó de Ágata, Ágata, y se fue transmitiendo al dormitorio, al comedor, al patio, al pozo, al árbol, a la puerta, y se desparramó en forma de tristeza cubriendo los zócalos, enmudeciendo la calle, convirtiéndola en el recuerdo de cualquier tarde de verano, cuando no existían preocupaciones y la melancolía se confunde con el vacío o el tedio.

Veinte años de dolor acumulado, de culpa secreta contenida son capaces de desangrar la vida de cualquiera, y Ágata, Ágata, la bruja que vivió en esta casa hasta marcarla para siempre con su esencia, sobrevivió tal vez porque se debía a Ismael, porque su castigo era ese dolor que la muerte podría borrar, o hacer más suave, pero precisamente eso, el descanso, era lo que no podía conseguir, porque la muerte se alejaba de ella y no venía.

Quien regresó, veinte años más tarde, fue Irene, con quien habían perdido todo contacto, todo, desde la boda que aquella carta le había robado. Al principio Ágata, Ágata no la reconoció, y Chloe pudo ver que su vista había menguado, como menguaron sus fuerzas, y que sólo supo quién era cuando, al echarle la primera carta, vio aquellos ojos de mar y cielo que le sonreían. Mucho tiempo había pasado para ambas, pero Irene se conservaba todavía hermosa, como una flor aún fresca, mientras que un millar de jardines no podrían ser ya capaces de darle a Ágata, Ágata una brizna de aroma.

En las cartas vio que Irene, todavía bella, todavía exquisita, todavía buena perdedora, había llevado una vida de silencios y soledades. Había olvidado a Rubén, sí, eso se notaba: no había tristeza en ella, sino acatamiento de lo que era. Pero ningún otro pájaro cantor había cruzado su vuelo para deslumbrarla. Y ahora, a punto de cumplir cuarenta años, decidida a hacer un viaje que la sacara para siempre de esta nación de atrasos, Irene había venido a despedirse, y a preguntar por primera vez qué destino le tenían previsto las cartas.

La inocencia de la mirada de aquella mujer ya madura recargó de culpabilidad el alma marchita de la bruja vieja. ¿Cómo decirle que el camino de su vida se había torcido por un pase tahúr que ella misma había hecho, sin su consentimiento, con las cartas? Al alterar el futuro, Ágata, Ágata había alterado, sin quererlo, pero sabiendo el peligro, cinco vidas, cinco ases entrecruzados. Si cuando leyó aquel tarot, hacía casi veintidós años ya, hubiera podido ser solamente intérprete y no redactora, Rubén estaría vivo, no enterrado allá en La Habana, en la nave de una iglesia que, según le habían dicho, era gemela exacta a la iglesia del Carmen. Y Ángela habría vivido, tal vez, otra vida más plena, por lo menos más larga, compartiéndola con otro alcotán que no fuera a perder las alas al dejarse atrapar por un árbol de presa. Y el pequeño Ismael, que ya era un hombre, no sería un huérfano criado por una vieja que se volvía cada días más hosca, sino el hijo de Rubén, a quien tanto se parecía (porque a Ágata, Ágata ni siquiera le había quedado el consuelo de ver en él repetidos gestos y rasgos de Ángela muerta), y de esta mujer hermosa que no había conocido la alegría precisamente porque ella, egoísta e ingrata, había torcido el destino por no llenar de soledad a su hija.

Un pase de birlibirloque había causado tantas desgracias, y de pronto Chloe supo que la pena máxima, el castigo aplazado era lo que Ágata, Ágata podría conseguir de pronto, si acumulaba valor suficiente. Ya lo había entrevisto en aquella carta del mago que había corrido pronto a asomarse a su alma. No tuvo miedo, Ágata, Ágata. Lo hizo con calma. Igual que barajó a deshora y alternó la salida de las cartas, volvió en este momento a unir el mazo entre sus manos, y procedió a ir plantando ante ellas dos, como quien presenta un documento a la firma, aquellos mismos naipes gastados que ella conocía tan bien como las rayas que no tenía en la palma de sus manos. Chloe sabía lo que estaba haciendo, Irene no. Había empezado una nueva lectura: ya no leía el futuro de aquella mujer a quien tanto daño había hecho. Se estaba leyendo las cartas a sí misma, y a sí misma se hizo trampa.

Fue sencillo, más sencillo que la otra única vez que torció el rumbo del destino. Una jugada simple que, en otro juego menos trascendente, quizá la habría hecho ganar una mano capaz de saltar la banca. Un gesto fugaz y la carta se desplazó de donde estaba, y el viejo pulgar de uña larga en seguida localizó la otra carta que buscaba, y la acarició como se acaricia la mejilla de un niño, como se pasa la página de una Biblia en la misa, y la colocó donde tenía que colocarla, en el centro justo del tapete, donde representaba su corazón, y ya todo fue un visto y no visto, porque Chloe la sintió morirse allí mismo como ella misma se había sentido desfallecer, roto de verdad el corazón, lo que estaba buscando. Ágata, Ágata se desplomó hacia adelante, hasta besar sin querer la carta que había engañado, y se le fue la vida por la boca en el momento justo en que Ismael entraba por la puerta y veía a su abuela morirse en los brazos de una mujer a quien no había visto nunca antes pero no dejaría de ver jamás a partir de ahora.

Un cosido para un roto, eso había intentado Ágata, Ágata. Encarrilar dos vidas que no tendrían que haberse desviado aunque el precio fuera, lo aceptaba, su propia vida. Ismael no reconoció a Irene, pero ella sí supo de inmediato quién era aquel muchacho que tanto se parecía a su padre, aunque ella sí supo ver, en los hoyuelos de sus mejillas, en el gesto de sus manos y en la sal de sus lágrimas el rastro que nadie había sabido interpretar antes, los rasgos que había heredado, aunque Ágata, Ágata no los hubiera podido ver, de su madre, de Ángela.

Todo lo demás era silencio. La casa se cerró sobre sí misma entonces, como una rosa que se avergüenza cuando llega la noche. Con su muerte, tal vez, Ágata, Ágata había purgado una culpa, uniendo aunque fuese, fugazmente, aquellas dos vidas que había separado sin tener derecho. Con su muerte, además, había cancelado una deuda, pagado una segunda falta, porque no se puede hacer trampas al destino, sobre todo si no quieres que el destino luego te haga trampas.

Esa era la historia, pues, que había quedado prendida en estas paredes, sobre estas piedras, un relato antiguo que quizás ni siquiera tenía final feliz, porque la presencia de Ismael y de Irene ya no estaba en esta casa, y Chloe no podía saber si el sacrificio de Ágata, Ágata había servido para conectarlos con ese amor que les correspondía, aunque cambiado ahora, o si su destino había acabado por separarlos, vista la diferencia de edades que había entre ambos y la época en que había sucedido todo aquello, hacía unos ciento quince, quizá unos ciento veinte años.

Cuando las piedras hablan cuentan cosas, y no saber oír en su silencio es a veces una bendición, como cerrar los ojos al terror de eso que es siempre único y se perpetúa en los demás, Chloe lo sabía, ese milagro o esa pesadilla que hemos venido en llamar vida. Y sin embargo a veces, como ahora, era bueno prestar atención a los susurros del pasado, al silencio que revienta, como la joya de una geoda, cuando se es capaz de sacar fruto a la presencia cristalizada para siempre en un cáliz mineral. Sólo se pide un poco de atención, una lágrima de sangre que te absuelva del mal o el bien que hiciste, una sonrisa que comprenda que tal vez no exista la posibilidad de redención ni de castigo, pero siempre queda el consuelo de contactar con alguien que pueda interpretar lo que fuiste, entender lo que eras, y acariciarte la mejilla a través del tiempo, como para darte ánimos, aunque tu mejilla ya no exista y todo cuanto queda de tu vida esté oculto entre cuatro paredes y sea una presencia invisible sin fuerza de voluntad ni de razón, como era en esta casa Ágata, Ágata, como sin duda lo sería la propia Chloe también, llegado el día.


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Comentarios

1
De: RM Fecha: 2007-09-03 12:12

Para suavizarles a ustedes un poco la vuelta al trabajo.

Este relato está nominado a los Ignotus de este año. Se publicó en el último número de Artifex hace unos pocos meses.



2
De: V. Fecha: 2007-09-03 14:02

Qué gran cuento, y qué gran novela hay ahí. Aunque eso ya te lo había dicho :P



3
De: RPB Fecha: 2007-09-03 15:35

Rafa, aún echo de menos el _Yellow Kid_. ¿Nunca has pensado, no sé, en hablar con Gigamesh y hacer tú y los antiguos colaboradores una versión online? :(



4
De: RM Fecha: 2007-09-03 17:18

No.



5
De: Jose Joaquin Fecha: 2007-09-04 19:18

Jajaja, ¡que tajante!

Una pena, desde luego, porque hay pocas revistas de estudio de la historieta. Que hablen de tebeos muchas, claro.