Yo tenía dieciséis o diecisiete años y ya quería ser escritor, y me interesaban, y mucho, las mujeres. Lo primero me diferenciaba, creo, de los adolescentes de mi entorno; lo segundo me igualaba a todos, aunque sólo en el deseo incumplido: por mucho que cueste creerlo, por entonces yo era tímido. Era la época en que uno descubría el mundo, esa cosa enorme y fascinante que habían dejado ante nosotros para nuestro disfrute y nuestra perplejidad: los deseos de desentrañar el pasado del que veníamos y del que no habíamos sido, de ver aquellas películas que habíamos mitificado en un recuerdo del futuro, de comprender aquellos libros y formar parte de eso mismo que servía para crear la diferencia, la alegría y el sonrojo.
Ya conocía a Umbral, claro, de leer su columna diaria en la última plana de la enorme sábana gris que entonces era Diario de Cádiz. Como él, me hice amigo de Natalia y la marquesa, me encontré a la Nadiuska del barrio cada tarde cuando, como él, bajaba a comprar el pan, y también como él me enamoré de la nariz de golfillo francés de Isabel Tenaille. Y entonces, en pleno viaje iniciático a Santiago, leí y me empapé de la que es para mí su obra mágica, mi obra clave. Las ninfas.
Todo estaba allí: él y yo, nosotros y ellos, el hartazgo de una ciudad de provincias, los círculos poéticos a los que asomábamos con cierta curiosidad y cierto resquemor, las niñas monas del barrio centuplicadas, magnificadas por la prosa del maestro. Era un juego de espejos, se me antojó y se me antoja, porque también en el libro había espejos dentro de otros espejos: desde los oropeles de las escamas de la bella pescadera al juego de dobles y antagonistas que el narrador (Francisco, sin apellidos) mantendría con el hermoso y educado Cristo-Teodorito. Era una novela iniciática, ya digo: como yo quería haber sido, el narrador de Las ninfas se confesaba porque se sabía distinto, porque vivía entre el quiero y no puedo de la literatura y la vida, entre las dos pulsiones máximas: creatividad y sexo. Yo quise creer, y todavía lo creo, que en ese libro (como en tantos otros, como en todos) Umbral era a la vez mentiroso y sincero, fabulaba y proyectaba, hacía alardes de sí mismo y a la vez se escabullía.
Fue la primera novela, el primer libro, supongo, que me hizo ver que la literatura podía ser exactamente eso: no una historia que agarraba sin detenerse en profundizar sobre el lenguaje que empleaba para ello, sino precisamente el lenguaje como herramienta mágica para contar aquello que, lo insisto siempre, no se podía contar de otro modo. Fue el primer libro que me hizo reflexionar sobre la belleza de las letras, que me hizo saber que no se puede contar lo que uno quiere de cualquier manera, sino relamiéndose en esa herramienta que nos han prestado, en el lenguaje que nos apoya y nos impulsa. Fue el primer libro que quise haber escrito yo: Todavía estoy en eso.
Amores adolescentes, guapos niños de derechas y centros católicos, muchachitas en flor y guantes amarillos, pederastas y posguerra civil, el deseo de escribir a toda costa, la traición de ese mismo deseo. Y la huida a la libertad que sólo podía dar la literatura.
Un libro maravilloso que ganó en su día el premio Nadal.
Nunca he vuelto a leer una novela que me emocionara tanto.
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