La llegada de Galactus es, a la vez, una historia de terror y de ciencia fición, un tebeo religioso y ateo, la vuelta de tuerca más inteligente que jamás dieran Stan Lee y Jack Kirby a la temática que les dio de comer cinco o seis años antes de crear el Universo Marvel.
Galactus es heredero directo de Fing Fang Foom, de Grootu, de Thorg, de Orogo, Gigantus y Sporr, de todos esos monstruos de nombre calcado e intenciones aviesas que habían repetido prácticamente la misma historia tebeo tras tebeo a principios de los años sesenta. Ya Lee y Kirby habían empleado la fórmula, siguiendo el molde casi al cien por cien, en el origen de Thor, por ejemplo. Galactus era igual que todos ellos, una amenaza cósmica que tiene la intención de someter al mundo, y el científico de turno, o el tonto del pueblo, será lo suficientemente osado como para impedirlo.
Pero Galactus, y ahí está el hallazgo, no es malo ni bueno. Está por encima de todo eso. Es un dios. Es, quizá, Dios (de ahí la G que luce en el pecho). Nunca un tebeo ha mostrado mejor que estos tres números históricos la desesperación ante el fin del mundo, la imposibilidad del hombre contra su destino, cómo serán las trompetas del juicio final. Se celebraba el cincuentenario de The Greatest Comic Magazine, y al volver la vista atrás para arrancar con más fuerza hacia adelante, Lee, Kirby y Sinnott crean, sin saberlo o adrede, el primer tebeo adulto de ciencia fición de todos los tiempos. O sin ciencia ficción, tal vez. El primer tebeo adulto de la historia.
Porque, por muy mal que lo fuera a pasar la Tierra tras el paso del Devorador (ah, esos mares secos, esas viñetas ciclópeas), la fascinación que emanaba del personaje (y no citemos aquí a Estela Plateada, heraldo, lacayo, Igor y Jesucristo del gigantesco dios cósmico) era tan grande que el lector no puede sino preocuparse por su futuro tanto como por el de los protagonistas del tebeo. Porque, si Galatus no come, muere. Lo que iba a hacer con todos nosotros estaba más que justificado.
De ese choque moral sale una de las más bellas historias de Los 4 Fantásticos, una historia que después se ha repetido muchas veces, pero siempre sin la grandiosidad, la desesperanza, la innovación de estos tres números. Es posible, sí, que Galactus fuera un personaje de una sola historia, y cualquier revisitación de su dolorida personalidad (el quiero y no puedo del superhéroe llevado a su extensión lógica) no sirviera para añadir nada nuevo.
Pocos tebeos he visto mejor escritos que estos. Cada personaje está en su papel, el ritmo bíblico-shakespeariano es poético y epopéyico, y a lo que se cuenta (y cómo se cuenta) hay que añadir lo que se intuye, los detalles que Lee y Kiby no pulieron entonces (sin duda tocaban de oído) y que plantean incógnitas que luego el desarrollo de Galactus no ha tenido en cuenta. Porque ese morboso Uatu el Vigilante habla de "la raza" de Galactus (y ya sabemos a posteriori que Galactus es superviviente único de una raza extinta a la que trasciende, o sea, que no pertenece a raza alguna), y tras el deus ex machina con el que el Vigilante resuelve la situación, es el propio Galactus quien lo acusa de haber entregado un fósforo a un niño que vive en un polvorín, y el Devorador de mundos se asusta ante el nulificador supremo, el arma capaz de asolar una galaxia, de destruir un universo.
Toda la grandeza de Galactus, toda su fría amoralidad de dios que está por encima de los baremos de los hombres se rubrica en su decisión final de respetar la Tierra y marcharse, sin guardar ningún rencor.
Galactus era dios, y era el demonio. Y nos dejó a una Estela Plateada como recuerdo de su paso.
Los 4 Fantásticos acababan de entrar en la historia. Y lo mejor estaba todavía por llegar. Como siempre, el futuro venía del espacio.
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