En los tiempos en que en el fondo no queríamos acabar de una vez por todas con la cultura, sino empaparnos de ella, en una ciudad de provincias condenada al hundimiento sistemático eran pocas las oportunidades de ponerte a la historia. Para paliar un poco la cosa apareció la tele, y los festivales de cine muy progres muy progres de películas servocroatas sin subtítulos y a pelo, los recitales de cantautores de los que después nunca más se supo, los happenings con chicas progres que ahora son todas recias amas de casa y me temo que hasta de misa los domingos y fiestas de guardar, y los cineclubes.
Los cineclubes, naturalmente, eran universitarios. O sea, nada de versión en superocho de películas de Tarzán ni nada de eso. Cineclubes como Dios manda, a veces incluso en versión original subtitulada (Solaris no traía subtítulos y puede que fuese la causa de que nos saliéramos a los pocos minutos y nunca más hayamos intentado darle una oportunidad). Allí nos pusimos al día con Buñuel, que en el fondo nos parecía un cachondo. Y con Billy Wilder, y lo mejor de Humphrey Bogart (donde aprendimos que aunque no existían las secuelas en aquella época previa a nuestra lejana época, sí existían los remakes disimulados, de Casablanca a Cayo Largo, ustedes me entienden). Y con Fritz Lang (ah, aquellos cachorrillos comunistas que discutían los valores izquierdistas de una peli guionizada por una fraulein de las SS...). También nos pusimos al día con los Hermanos Marx.
Ya les he dicho en el artículo anterior que no eran precisamente santos de nuestra devoción, nunca supimos si porque nos desbordaban, por problemas de doblaje, por el mal estado de las copias, o porque pensábamos que cinco minutos de perfecto caos no compensaban las otras cosas salidas del vaudeville que descompensaban la película. O sea, ya lo he dicho antes: los números musicales.
Sabíamos que Los hermanos Marx en el Oeste no era la mejor película del grupo, pero por veinte duros de entonces te aseguraban divertirte la noche del sábado. El cine-club (universitario) que hasta entonces había utilizado el salón de actos del colegio Valcárcel aquel día, no recuerdo ya por qué, tuvo que trasladarse al salón de actos de Náutica. Con el agravante de que la cámara era diferente y no tenía cabida para dos rollos. Cada vez que un rollo se consumía, había que esperar un rato largo para que colocaran el otro.
Y allí fuimos los miembros del colectivo Jaramago. O sea, mismamente el que suscribe, más Juanjo Téllez, Juanito Mateos y algún otro. Empieza la película y más o menos seguimos la historia, nos reímos, se soporta. En un momento de la trama, el pistolero de mala catadura se enfrenta a Harpo en un duelo de revólveres. Muchos años antes de Sergio Leone, todo hay que decirlo. La cámara se acerca a uno, se acerca al otro, nos muestra el pistolón del malo, vemos que Harpo se lleva la mano al guardapolvo. Y entonces saca nada menos que un cepillo y empieza a frotar el chaleco del otro. Empezamos a reírnos, por la sorpresa, por la cara de loco de Harpo, la lengua fuera. Y entonces llega el final del rollo y encienden las luces.
Y nosotros seguimos riéndonos. Y la risa de Juanito Mateos es enormemente contagiosa. Al momento, está riéndose la fila entera. Y la delante. Y la de detrás. A los pocos minutos, se está riendo el cine entero. El descanso forzoso de diez minutos entre rollo y rollo se convierte en una carcajada continua. Tanto, que cuando por fin apagan las luces y vuelven a poner la película, todavía nos estamos riendo. Tanto, que la película sigue y seguimos riéndonos. Tanto, que a los pocos minutos de reaunada la proyección tienen que pararla, encender de nuevo las luces, pedirnos que nos callemos para continuar. Y es el cine entero el que se está partiendo de risa, por la salida de Harpo, por la risa contagiosa de Juanito.
Es la película, huelga decirlo, en la que más nos hemos reído en nuestra vida. ¡Traed madera! ¡Traed madera! ¡Es la guerra!
Un par de años después se reestrenó en cines. Huelga decirlo también: volvimos a verla.
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Categorías: Las aventuras del joven RM