Un dólar la hora y el calor y el polvo del viejo sur entrándole a chorros por la garganta. Cuando se miraba en el retrovisor del Mack apenas se veía el pelo alborotado, las patillas, la carita de niño bueno condenado por la mala suerte a la miseria: basura blanca, en Tupelo o aquí en Memphis, diecinueve años que anunciaban cómo iba a ser el resto de su vida, un fracasado igual que lo era Pa, carne de presidio. Suerte tendría si encontraba una mujer como Gladys que le soportara las borracheras y le zurciera los pantalones vaqueros.
Le habría gustado hacerle aquel regalo de cumpleaños, más que nada por la originalidad de tener un disco con su nombre, pero no tenía los cuatro dólares que podrían ayudarle a hacer acopio de valor y atravesar la puerta de The Memphis Record Service. De todas maneras, tampoco se fiaba mucho de la fuerza de su voz, así que arrancó el camión y compró por veinte centavos un ramo de flores amarillas. Gladys, que ni siquiera esperaba ya el regalo (su cumpleaños era en abril, y estaban a julio), lo agradeció con una de sus grandes sonrisas y ese achuchón que a él siempre le hacía sentirse un hijo único y afortunado.
Sin embargo, a media tarde, ella retiró las flores del jarrón de cristal y se puso el vestido de los domingos y sacó del armario el viejo sombrero negro.
--Estaba pensando... --dijo, como pidiendo permiso--. Estaba pensando que estas flores quedarían bien en la tumba de tu hermano. ¿Te importaría acompañarme, hijo?
--Por supuesto, mamá. No pasa nada --respondió él, dejando el libro de mecánica. Fueron los dos juntos a visitar la tumba de Elvis, el mellizo de Jesse que nació muerto.
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