Una de las cosas buenas que tiene el verano es que los políticos también se van de vacaciones, se callan las boquitas y por fin los demás podemos respirar cierta sensación de paz y armonía después de la caña que, a nuestra costa y para nuestra desazón, se vienen metiendo. Entonces uno escudriña los periódicos en busca de noticias a las que meterles el diente y dedicarles el artículo semanal (y me imagino lo difícil que debe ser llenar cada día todas estas páginas tan grandes), y entre las inevitables historias recicladas de ovnis, atlantes, homos erectus y demás, la riña de gallinero de Fernando Alonso, Hamilton y el baranda máximo de McLaren (divertidísima si se la mira sin pasión ninguna, oigan), los datos casi siempre equivocados de la película de Los 4 Fantásticos, los conciertos maravillosos que disfrutan todas las localidades menos la nuestra y las alertas de que hace más calor que nunca por el calentamiento global, las truculencias.
Los muertos de la operación salida, esperando cotejarse con los de la operación retorno. Los accidentes. Las riadas. El montón de ahogados que este año estamos sufriendo en muchas playas (¿tan difícil es prohibir el baño o contratar más socorristas en esas calas reconocidas como peligrosas?), las agresiones a mendigos, las palizas en las discotecas, los homicidios absurdos entre jóvenes que no saben disfrutar de un vaso. Y las agresiones y crímenes de género.
Cierto, está estudiado que la primavera altera la sangre y el calor del verano inflama nuestra capacidad de agresión. Pero, sabiéndolo desde hace muchos años, ya nos vale que la cosa no se intente controlar, sino que parezca que va a más cada año. Si ya es preocupante (con “efecto llamada” o sin él) la cantidad de víctimas de malos tratos que se van regando a lo largo del año (y, en efecto, se confunde a veces el mal trato con lo que antes conocíamos por “crimen pasional”), lo que no es de recibo es la sofisticación a la hora de dar muerte. Una cosa es dejarse llevar por la ira y recurrir a cualquier objeto punzante que haya a mano, y otra muy distinta emprenderla a tiros con tu mujer. O con tu hija de pocos meses, como acaba de darse el caso.
Lo cual nos lleva, como siempre, al gran pecado de soberbia de los españoles. O, de los europeos mismos. No se nos caen los anillos a la hora de despotricar lo fácilmente que en Estados Unidos todo el mundo tiene acceso a las armas, y está claro que quien compra un pistolón o una escopeta es porque tiene intención de utilizarlos tarde o temprano. Sin embargo, lo que allí está establecido y nos induce a señalarlos con el dedo, aquí está pasando desde hace tiempo y nos negamos a aceptarlo. ¿Tan fácil es poder hacerte con una automática? Aquí no tenemos todavía, gracias al cielo, un lobby poderoso como la Asociación Nacional del Rifle y su defensa a ultranza de sus supuestos castillos y sus derechos. Y, sin embargo, la gente tiene pistolas. Y las utiliza contra sus agresores, o contra sus esposas, o contra sus hijos.
El mismo “Solitario” (vaya chasco, toda la vida pensando que estábamos ante un asesino frío y calculador como los de las películas y al final resulta que es un pobre exhibicionista que se cree nada menos que Curro Jiménez) compraba sus armas vía Internet. Armas estropeadas, dice, que él mismo reparaba. No creo que el suicida y asesino de su propia hija la consiguiera por los mismos medios. Pero la pregunta sigue siendo la misma. ¿Existe un Hiperpistoleros en alguna parte? ¿Cómo se hacen con las armas esta gente que luego dejan de ser asesinos en potencia para serlo de hecho? ¿No habría que efectuar antes una especie de test psicológico? ¿Y a qué esperan las autoridades para tratar de reconducir el cotarro?
Una forma de empezar sería, precisamente, por las ferias. Y no, no me refiero a las atracciones de tiro al blanco. No son pocos los tenderetes de ferias que venden alegremente navajas, puñales y machetes al primer adolescente que pasa. Y luego, claro, pasa lo que pasa. Ya decía Borges que, en el fondo, el que forjaba el cuchillo era tan responsable de la muerte como el que descargaba la puñalada.
En estas cuestiones de armas descontroladas, también los responsables somos todos nosotros. Quien evita la ocasión, que decía mi padre, evita el pecado.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 13-08-07)
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