La sombra enorme era un gigante calvo, con más músculos que Arnold Schwar... Schwra... Schwarce... que Arnold ese. Era algo miope además, y tenía una barbita muy fina que parecía una procesión de hormigas. Tenía una boca enorme, y vestía un jubón con correajes de cuero, como si fuera un gladiador de otra época o un forzudo de circo.

Lo acompañaba un chavalín de unos trece o catorce años, pelirrojo, vestido como un juglar, aunque Danki sabía que dentro del laúd llevaba siempre escondida una buena daga.

Eran, naturalmente, ya lo habréis adivinado, Gargantúa y Jeromín, los inseparables escuderos de Sir Espada. Danki también sabía, pero sus compañeros de tebeo no, que Jeromín era en realidad una chica, más quisquillosa que su hermana Lala, quien se hacía pasar por niño para poder correr aventuras y escribir luego un cantar de gesta sobre Sir Espada que se iban a enterar Mio Cid, Roland y los cien caballeros de la Mesa Redonda. Sí, la Edad Media era también bastante machista, me temo.

--Amigos... --murmuró Sir Espada. Era una palabra que se repetía mucho en esos tebeos, muy bonita, la de "amigo"--. ¿Cómo me habéis encontrado?

--Los pictos prehistóricos atacaron nuestro barco, Sir Espada --informó Jeromín--. No podíamos dejar que buscaras el trébol por tu cuenta. ¿Cómo iba yo a cantar después esa hazaña?

--¡Somos tus amigos y no está bien que corras aventuras tú solo, por el gran chápiro verde! --exclamó Gargantúa--. Mmm, huele muy bien. Espero que sea una vaquita en pepitoria, que desde hace media hora no como nada...

--¿Quiénes son estos tres niños, Sir Espada? --preguntó Jeromín, que era muy listo/a y en seguida captó que los hermanos no estaban haciendo daño al caballero.

--Soy Lala Martínez --dijo la niña--. Estos son mis hermanos Danki y Pis-pis. Nos hemos perdido...

--... en el bosque --terminó Danki, por si Lala metía la pata.

--Gu.

--Deberíais de tener más cuidado --aconsejó Jeromín, algo pedante, porque se sabía un par de años mayor que ellos y eso imponía mucho respeto--. Hay bandas de pictos prehistóricos sueltos por este bosque. Y bandidos sarracenos. Y piratas berberiscos.

--Vamos, que hemos venido como James Bond, al pueblo en fiestas.

--¿James quién?

--Nada, nada, cosas mías --dijo Lala. Pero es que le parecía que siempre que James Bond acababa en Jamaica, en Cuba, en Nueva Orleans o donde fuera coincidía con que era el carnaval, el mardi-grass o la santa patrona y todo el mundo estaba de jarana, como si los malos-malosos que robaban misiles para dominar el mundo lo hicieran mirando el calendario laboral en todas las películas. Otro machista que tampoco se despeinaba, el cero cero siete por ciento ese.

--Además --insistió Jeromín--, anda suelta la Muerte Negra.

--¿La Muerte Negra? ¿Eso es un tipo de araña venenosa?

--No, pequeña --murmuró Sir Espada--. Es una plaga. La más terrible que jamás vieran estas tierras.

Y entonces los niños se enteraron de lo que sucedía. Una plaga terrible había asolado las tierras de Escandia, y de Inglaterra, Escocia, Francia, Italia, Marruecos y San Marino. Una enfermedad que atacaba sin piedad y para la que no parecía haber remedio, porque la medicina entonces estaba en pañales, como Pis-Pis (y por cierto, que a ver cuándo se acordaban Danki y Lala de cambiárselos, que ya tocaba).

La gente huía asustada de la enfermedad, y al huir, la trasladaba consigo, pegada a sus ropas, a sus cabellos, a su sudor y a su saliva. Una oleada de espanto recorría el mundo, y la gente se encerraba en sus castillos o en jardines donde se creían a salvo y se entretenían contándose historias, porque entonces no existía la tele, ni los tebeos, el cine o los videojuegos. Pero la Muerte Negra no respetaba aldeas ni murallas, ricos ni pobres.

Y había afectado ya a la reina Gwendolyn de Escandia.

El sabio Ambrosinus, amigo de Sir Espada, le habló de una flor que crecía en las montañas, una flor verde de tres hojas, un trébol que en realidad era una extraña piedra. Con aquella flor, le dijo, podrían fabricar un antídoto que acabara con la plaga, un antídoto que devolviera la salud a la reina Gwendolyn y a todo el mundo.

Por eso, de madrugada, sin avisar a sus amigos, Sir Espada partió al galope del castilo de la reina, buscando la flor de piedra que podría curar la enfermedad.

Un grupo de pictos prehistóricos lo había atacado hacía dos días, y el valeroso caballero les había hecho frente con su astucia y con su espada. Pero había resultado herido en la refriega y sus esperanzas de alcanzar la meta parecían escasas.

Por suerte para él (y para Danki, Pis-Pis y Lala), sus dos escuderos se dieron cuenta de que el caballero no había querido ponerlos en peligro y, dejando a la reina Gwendolyn al cuidado del sabio Ambrosinus, cogieron su barco y siguieron a Sir Espada remontando el río.

La navegación se les hizo un poco difícil, porque estaban acostumbrados a que fueran tres los que gobernaran el barco (cosa difícil de todas formas, que Danki se montó una vez con dos amigos en un hidropedal en la playa y ni por esas), pero en seguida localizaron a los pictos prehistóricos que huían de la batalla con Sir Espada con el rabo entre las piernas, y luego localizar al caballero fue cuestión de seguir el olor del pollo a la cazuela. Para esas cosas Gargantúa era un hacha.

Gargantúa, además de ser un estómago siempre insatisfecho, era un cazador de primera. Como vio que el pollo que asaba el caballero andante iba a ser poca cosa para los seis, se internó en el bosque y regresó después con un jabalí al hombro y un puñado de piñas, moras y manzanas. Tenía un gran corazón y lo compartió todo. Danki no estaba muy convencido de que, si hubieran caído en un tebeo de Astérix, el comilón de Obelix hubiera hecho aquel sacrificio.

Encendieron una fogata y Jeromín (que en realidad era una condesita llamada Ingrid) les estuvo cantando unas cuantas hazañas de Sir Espada, como aquella vez que derrotaron a los sarracenos cuando lucharon juntos en las Cruzadas, y aquella vez que llegaron persiguiendo al malvado Duque Ragnarok hasta las tierras de América, y las luchas que tuvieron contra los shogunes japoneses que querían invadir sin calculadoras ni cámaras fotográficas las tierras de Catai, o sea, de China. Sir Espada y sus amigos habían recorrido el mundo de arriba a abajo, desfaciendo entuertos y derrotando a malvados tiranuelos, y esquivando orondas pretendientas el bueno de Gargantúa, que no tenía ojos más que para un buen asado o un lechón como los hacen en Ávila.

Al amanecer, cuando fueron a atender a Sir Espada, vieron que el caballero se había levantado y hacía filigranas con su arma.

--¿Ya estás mejor? --preguntó Lala--. ¿Tú también tienes defecto curativo?

Danki le dio un codazo en las costillas. Para efecto curativo, los de Mozzarello y Pandoro, que se rompían de todo y a las dos viñetas estaban en pie y dando la lata.

--Sshh, Lala. Las leyes físicas del mundo de los tebeos no son como las nuestras, ¿recuerdas? Los malos nunca mueren del todo, porque siempre regresan.

--Como Masalfasán.

--Gu.

--Como ese mismo. Y los héroes se curan de un día para otro.

--O por lo menos lo disimulan.

Eso tenía que ser, porque cuando el cruzado soltó la espada los niños vieron que el costado volvía a manchársele de sangre. Pero no podían perder más tiempo.

La Muerte Negra devoraba Europa. Y sólo ellos seis podían encontrar aquella medicina mágica.

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