Lala no sabía, pero Danki sí, los motivos del antifaz del Capitán Jungla. De pequeño ya era un poco trasto y se cayó de un barco de millonarios ingleses algo excéntricos que iban surcando las aguas del río Uazuuaza, y fue recogido por una tribu de orangutanes con los que aprendió a dar volteretas por los árboles, a rascarse continuamente y a hacer morisquetas, y a lo mejor hasta a hablar en infinitivo (Danki había leído que no existían orangutanes en África, pero en las historietas del Capitán tampoco quedaba muy claro si la acción se desarrollaba allí, en la India o en Sudamérica; o sea, que valía todo). Una misión de una ONG decidida a enviar medicinas a las tribus del interior lo encontró cuando ya empezaba a salirle barba. La misión la dirigía una chavala monísima, Wendy Williams, que como siempre pasa en las películas y los tebeos se enamoró del Capitán y le enseñó a taparse los menudillos y a corregir su forma de hablar: ahora se formaba un lío con los infinitivos, pero es que antes era un horror leer sus bocadillos, todos llenos de letras al revés y faltas de ortografía.
Lala no sabía, pero Danki sí, que el Capitán Jungla se marchó con los de la ONG y estudió un cursillo acelerado de medicina, y volvió a la jungla a establecerse como "brujo blanco", poniendo inyecciones a los nativos y regalando piruletas a los niños buenos que no berreaban ni pataleaban con las vacunas, que como todos sabemos son minoría. Eso que se ahorraba, porque los impuestos de importación-exportación de chucherías a la jungla son altísimos y el precio de las piruletas y los chicles era prohibitivo.
Cuando los hombres-medicina de varias tribus cercanas vieron peligrar el chanchullo que tenían montado, saltitos, plumas, cataplasmas y ungüentos apestosos que ni curaban ni nada, le quemaron el chiringuito al ex-hombre-mono y le dieron una paliza que ni siquiera en los tebeos se contaba del todo, porque tuvo que ser para mayores. El joven médico aprendiz se convirtió en el Capitán Jungla, defensor de los débiles y oprimidos, la ley de la selva (dicho esto sin signos de exclamación -¡!-, pese a que así aparecía en los tebeos y era la forma en que lo pronunciaba siempre Danki). Para que no supieran que era el mismo medico debilucho al que habían avergonzado y clavado exactamente treinta y dos agujas hipodérmicas llenas de vacunas contra la rabia, el tifus, las paperas, la fiebre amarilla, el paludismo, el sarampión y el colesterol en el mismísimo trasero, se colocó un antifaz que le cubría hasta las pupilas y allá se convirtió en la leyenda que ahora era.
Nadie sabía que el tímido doctorcito Curtis Jameson era el Capitán Jungla, a pesar de la coincidencia de iniciales y a que los dos seguían formándose un jaleo con los infinitivos al hablar. Eran las cosas típicas que pasan en los tebeos. Como habría dicho Lala, era imposible que nadie le hubiera pintado unas gafas a una foto de Supermán y se hubiera coscado en seguida que era clavadito a Clark King, o Kent King, o como se llamara.
Ese era el origen del Capitán, que cuento aquí para aquellos que no hayáis leído sus tebeos y para ver si mientras tanto os coméis las uñas de tensión a la espera de ver qué pasa con el profesor distraído, Masalfasán Malasombra y el destino de Pis-Pis. ¿Pero a que ha merecido la pena?
Venga, volvamos al momento de tensión en la selva.
En el episodio anterior, como dicen los tebeos, aunque aquí tendríamos que decir aquello de en el capítulo precedente, el Capitán Jungla, Danki y Lala siguieron a la procesión de nativos pintarrajeados y a su prisionero hasta el lugar donde tenían enclavada la tribu, al menos durante la temporada en que no había lluvias (eso no se dice nunca en ninguna parte, que las tribus tenían dos o tres emplazamientos, según la estación del año, como algunos de vosotros podéis tener una casa en la ciudad y otra en la sierra o en la costa).
Lala empezaba a recelar de que el Capitán Jungla fuera algo más que un fantasmón con antifaz, un cobardica que podía enfrentarse con panteras amaestradas y marear a niñas de nueve años llevándolas de paseo por lo alto de los árboles, porque ni una sola vez el Capitán hizo intención de detener la procesión.
Danki sabía que el Capitán quería averiguar más cosas, por qué a los burundús, que siempre habían sido un pueblo pacífico y la mar de ecologista, se les había metido ahora en la cabeza hacerse un bocadillo con aquel señor de barbas.
Y la respuesta, obviamente, la encontraron cuando la procesión llegó al poblado y salió a recibirlos un hombre-medicina que llevaba delante de la cara una máscara de colores que llegaba hasta el suelo y que debía pesar una barbaridad. Lo curioso era que las manos que asomaban detrás de aquella careta grandísima eran de tela negra muy elegante.
--Unga va --dijo el hombre-medicina--. Gongolio zumba aletí gora chunda gá. Patapúm parrí ba. Puturrú def uá.
(No, no me pidáis que traduzca)
--Gongolio ba. Mae geri. Go go go. Alé alé alé. Pis plás.
Todos a una, los nativos entonaron un griterío imposible de reproducir, un galimatías de ongós y chumbagué y ankawas y dindandó. Y sacaron al pobre profesor distraído de la jaula y lo llevaron en volandas como quien lleva una cesta de flores a la ofrenda del mes de mayo.
La única pega era que el profesor distraído iba derechito a la olla humeante, donde flotaban varias zanahorias, tres tomates, un poquito de pimiento, una pizca de comino y varias patatas sin pelar.
--¡No conseguirás asustarme! --exclamó de pronto el profesor distraído--. ¡Jamás podrás apoderarte del deslizador!
El hombre-medicina soltó una carcajada que sonó a madera detrás de la máscara.
--¡Te equivocas, Babucha! --dijo en un castellano perfectamente legible--. ¡Pronto estará en mi poder! ¡Lo único que me falta es patentar la fórmula!
--¡No te la diré! ¡Y el yacimiento de tintanium nunca será tuyo!
El hombre-medicina alzó una mano forrada de raso negro y los nativos se detuvieron cuando el pobre profesor Babucha ya estaba a un palmo escaso del caldo burbujeante.
--¿Hablarás?
--¡No hablaré!
--¡Entonces, Babucha, a la cazuela!
El hombre-medicina hizo un gesto y se quitó la máscara. Danki y Lala sofocaron un grito de sorpresa.
Debajo de la máscara de colorines asomó un hombre vestido entero de negro, con perilla y con chistera.
--¡Es él, Capitán! --exclamó Danki--. ¡El hombre que secuestró a nuestro hermano Pis-Pis! ¡Masalfasán Malasombra!
Pero el Capitán Jungla no le escuchaba. Volaba ya desde la copa de los árboles hacia el poblado, emitiendo un alarido espantoso que, como bien rezaba el dicho de la selva, helaba la sangre en las venas.
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