Llevo la mañana de médicos. Nos atienden rápido, comparado con otras esperas eternas de días pasados, y al menos conseguimos que mi madre suba como una leona los tres pisos y casi sesenta escalones hasta su casa.
Después, voy a Rehabilitación a pedir hora, sabiendo que con suerte me tocará dentro de un mes (acierto y es justamente dentro de un mes y un día). Estoy en cola, esperando que me atiendan en ventanilla y entonces de una sala contigua sale una enfermerita guapa con un bebé casi en la cadera, como dice mi pediatra que hay que llevar a los bebés, o sea, como los cargan con acierto las gitanas.
Es un bebé bonito, moreno, de ojos curiosos, vestido sólo con un dodotis blanco (hace calor, siempre hace calor en los hospitales). Me lo quedo mirando (siempre me divierten mucho los niños chicos) en el lapso de dos segundos que tarda la enfermera en salir por la puerta y entrar por otra, y entonces veo que al bebé, que tendrá unos nueve meses o en todo caso no mucho más del año, le falta el brazo izquierdo todo, y que apenas tiene un muñón a la altura del hombro.
Me vuelvo a casa pensando lo hija de puta que puede a veces ser la vida.
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