Era un niño modelo. Para mí que hasta soñaba con ser santo. Muy buena gente, imbatible en aquellas competiciones de los colegios antiguos: destacaba en todas las asignaturas, y además era un magnífico compañero. El número uno indiscutible.
Le perdí la pista (se fue del colegio) durante toda la adolescencia, y apenas lo vi luego, un par de veces, ya en medio de aquella marea de mítines y propaganda pegada en las paredes en la que algunos quisieron zambullirse y a la que otros sobrevivimos. Fue un mazazo encontrármelo allí, detrás del tenderete, con la boina roja sobre el hombro, y la camisa azul, y los correajes y las fotos de militares y mártires de causas de las que no se hacía eco ya nadie.
No fui capaz, ni soy, ni quiero, de juzgar qué había pasado con aquel chaval que yo creía que iba a ser santo, que era tan buena gente, que era un gran compañero apacible y servicial, número uno indiscutible. Lo cierto es que no crucé dos palabras con él, ni he vuelto a hacerlo desde hace (hago la cuenta) no menos de treinta y cinco años. No sé si sigue siendo santo, si sigue siendo buena gente, si sigue siendo un compañero apacible y servicial, si sigue siendo número uno indiscutible. Pero aquella estética de correajes y boinas rojas y fotos de militares mártires me temo (porque lo he visto en alguna foto) que sigue acompañándole.
Hace dos días, mientras tomaba una caña con los compañeros al salir de clase, lo vi pasar. Solo, encorvado, avejentado, como siempre va cuando lo veo (lo cual no significa que esté solo, aunque sí que está avejentado y algo cheposo: el tiempo no nos perdona a ninguno). Pero me pareció, por primera vez, a mí, que lo tenía en un pedestal hasta que aquel agosto del 77 me dio miedo, un hombrecito ridículo: por su porte, por esa forma de andar estirando la pierna y empinándose hasta dar un saltito, por las mangas que le quedaban algo cortas y el cuello de la camisa (era una camisa de cuadros, no la del uniforme, la misma que lleva siempre) que se le marcaba y le hacía sentirse incómodo dentro de su propio cuerpo.
Sé que hice mal, pero no pude por menos que aplicarle el estereotipo, y sacar conclusiones novelescas que ni vienen a cuento ni le interesan a nadie. Y lo imaginé imaginándose todavía adalid de otros tiempos, cruzado de causas terribles, creedor de razas perfectas, garañón de proclamas, perpetuamente enemistado contra el mundo, contra el presente y contra el futuro. Con esa pinta, con aquellas mangas cortas, con el cuello incómodo de la camisa de cuadros, andando a saltitos al paso triste del momento.
Una cierta sensación de lástima no me permitió que dejara de darme algo de miedo.
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